martes, 29 de abril de 2014

SOLO Y SOLAS (novela, 2006, extracto)


Advertencia:

Por supuesto, los nombres y lugares han sido cambiados, así como fechas y otros datos. Pero apenas lo necesario para resguardar a la dama involucrada, cuya identificación es imposible. Y hubo casos en los que por no poder lograrse, no fueron incluidos.
Un ósculo para aquellas que se reconozcan en el relato.




Hola, me llamo Damián y seré el personaje central de esta novela testimonial. Los personajes no solemos presentarnos porque eso ya se incluye en el texto; sin embargo yo acá tengo necesidad de hacerlo porque en rigor no lo soy, estoy prestado. Soy el protagonista de una novela del policial negro del mismo autor, quien acuciado por sus temores me puso también a cargo de ésta y, dicho sea de paso, me siento bastante descolocado.
Claro, para empresas delicadas se piensa en alguien de confianza y yo le resolví muy bien los entuertos que planteó en aquella obra: a veces el mérito es una navaja de doble filo. Porque allá era un joven hampón que disparaba ráfagas y conquistaba a la mujer de su vida, y acá tengo que sobrellevar diez años las desgracias de un veterano complicado, intelectualón y sin dinero, que en conquistas anda a los saltos por un bizcocho. Tantas veces rezongué que por qué no hizo una novela autobiográfica relatando sus vivencias con su nombre y protagonismo... hasta que caí en la cuenta de aquellos temores que mencioné.
Él quiere contar sus experiencias amatorias en sus cuarentas, las que no fueron lo que se dice felices... Dicho sin eufemismos, fueron bastante nefastas. Y las quiere contar con tanta objetividad, que por momentos, varios momentos, queda como un fracasado, hasta ridículo... como un infeliz, digamos. Y no cualquiera tiene las agallas para exponerse de esa manera, por cuanto es mejor poner a otro a hacer el trabajo sucio. Así él puede sustraerse de las obligaciones de la crónica y contar lo que quiere, no contar lo que no quiere y cambiar lo que quiera cambiar; y como si no le bastara, criticar a las mujeres. Encima, pretende hacer ensayo dentro de la novela, entonces tengo que aparecer más veces de las que me gusta hablando párrafos enteros como si fuese un sociólogo trasnochado.
Bah, así funciona el mundo, hay quien manda y hay quien obedece; a veces se gana y a veces se pierde. Me queda el consuelo de que cuando ésto termine volveré a ser un joven vigoroso en brazos de la mujer que adora, mientras que mi mandante va a estar bien lejos de una ventura así. Ja.
Bien, cuanto antes empiece antes voy a terminar, así que al trabajo.


1. EL ROMANTICO


Provengo de una clase social entre media y un cuarto, aunque siempre me sentí superior a todos los demás. Mi favorecido rostro de blanca fisonomía europea, cabello que fue rubio y ojos verde claro, preside mi metro noventa de porte elegante y atlético. Precoz en performance muscular, dejé también que mi cociente intelectual me llevase sin esfuerzo hacia grandes proyectos y no pocas envidias. Tanta ventaja me hizo feliz en mi adolescencia, pero empezó a incomodarme cuando tuve que mezclarme laboralmente con los demás; necesité entonces producir un hecho que notoriamente me ubicara en la medianía general. Tenía que ser algo erróneo pero universalmente aceptado, algo contundente que en sí mismo bastase para hacer a todos reconocerme como un igual. Me puse a indagar qué podía ser y finalmente, a los 22 años, cometí mi primer matrimonio.
Cometer es un término de prontuario y yo creo que uno debería tener prontuario no solamente por los delitos, sino también por las estupideces. Digo estupidez en términos de conducta destinada al fracaso, porque casarse no tiene por qué ser malo, hasta puede ser bueno, pero existen veces en que se hace mal o sin suficiente fundamento y el resultado mediato no puede ser otro que el colapso.
Por otra parte y para no ser injusto conmigo mismo, tengo que opinar que hoy día hay una inmensa mayoría que debería tener ese prontuario abierto, algunos uno frondoso.
Luego de una hija, un puntilloso desgaste de la relación y un penosamente demorado divorcio doce años después, vinieron varios affaires femeninos como para compensar las carencias, puesto que yo creo en la monogamia y había sido un marido fiel; no voy a especificar si totalmente o mucho o poco, con “fiel” se entiende suficiente.
La monogamia es para mí un imperativo porque soy un hombre de sentimientos. Soy un latino fogoso y no me sirven las medias tintas: puedo pensar en relaciones descomprometidas, pero el requisito sine-qua-non es que ella no me llegue demasiado, porque si lo hace, quiero pasar a mayores. Por ejemplo, hay sujetos que ante una señorita que les gusta piensan en tener sexo con ella; yo en cambio, pienso en tener sexo con ella... durante mucho tiempo. Y en el curso de ese tiempo, me aflorarán sentimientos.
Aquellos affaires fueron aventuras monogámicas –una a la vez- y muy gratas, muy satisfactorias. Elegía bien, me correspondían bien, resultaban bien. Pero se trata de un campo minado y ese “tan bien” que me iba no podía durar mucho: con la octava o novena -no voy a decir cometí porque esta vez no me casé- aparecieron esos sentimientos e hice una pareja con convivencia, o sea, perpetré concubinato. Algunos científicos sostienen que la pareja humana es un hecho químico que dura veintisiete meses: doy fe. Otra hija y cuatro años más tarde me separé y para celebrarlo, a los pocos días cumplí 41 inviernos (para qué decir primaveras).
Podría inferirse que a partir de ahí y para compensar mi fidelidad, retomé por tiempo indefinido mi anterior vidurria de A.M.B.R. (aventuras monogámicas de buen resultado).

...

Entre los avisos había varios que ofrecían reuniones bailables de Solos y Solas, pero se me asociaban demasiado con los bailes de boliche y no terminaban de inspirarme confianza. Quise insistir un poco en los grupos de charla, pero con una táctica de trapisonda: igual que en algunos bailes de la adolescencia, antes de entrar iba a montar guardia afuera para ver qué plantel femenino ingresaba. Así lo hice una noche de sábado frente a un local de Belgrano, donde no entré, y una tarde de domingo a metros de una confitería de Boedo.
Aquí ya estaba yéndome, hastiado de lo que me superaban en edad todas las que iban llegando, cuando aparece tarde y apurada una morocha bestial que desentonaba –para bien- con lo que allí dentro había. Volví a cerrar el taxi y me metí apurado, como quien se retrasó. Ocupé una silla que había quedado libre en derredor de una larga mesa donde todos estábamos, y  vi que el nivel de hombres era diferente al de mujeres por ser bastante más joven, lo que por otra parte, no hablaba nada bien de la organizadora.
Casi todos habían clavado sus ojos y apuntado sus garras a la recién llegada, que se dijo Francesca, soltera, de 46 años -de potra, pensé yo-, y era portadora de una cabellera larga y azabache que vibraba y de una cola con lordosis que no vibraba pero todavía hacía vibrar. Tuve suerte y me la llevé en el taxi, pero en la butaca delantera; mientras íbamos hacia su casa puse un casete de Ricardo Montaner que llevaba en la guantera, al principio porque gozaba oyéndolo y después para ocasiones como ésta.
El viaje fue muy largo y la conversación muy amena; me contó que nunca había estado en pareja y que tras el fallecimiento de su madre, se quedó viviendo sola en su casa natal; y que su vida no tenía mayores complicaciones y consistía en trabajar y hacer sociales. Sus facciones no eran bonitas, pero me gustaba; me fascinan las caras bonitas, pero suele haber muchas caras no bonitas que me subyugan por igual. Francesca tenía cierto tapujo que la hacía impostar una distancia, como para no parecer barata o cediendo en su dignidad, pero dejaba traslucir que se estaba poco a poco rindiendo; la charla y Montaner estaban surtiendo efecto. Tenía una personalidad fuerte y algunos tics de altanería que me parecían ricos; no podía saber si eran de ella o del momento y de a ratos los relacionaba con su profesión de médica psicoanalista.
Al llegar cambiamos teléfonos y quise robarle un beso, pero no me dio el más mínimo quórum; bien, cada mujer tiene su estilo, su método, sus tiempos. Me dijo “chau, gracias por traerme, nos hablamos” con un tonito concheto que no supe si fue una excepción o su regla, porque se bajó y entró en una casa elegante de ese vecindario muy elegante y bien podía ser ese su tono habitual cuando no estuviese dialogando con un taxista. Altanera, casa elegante, barrio elegante, tono concheto...¡Uff!
Sin embargo, a los quince minutos sonó mi celular y Francesca me dijo:
-Damián, quería decirte que lo que hablamos me pareció bien y me diste una buena impresión...
Yo, más expresivo, le dije que ella me había encantado.
-Si te parece, podemos vernos de nuevo –me dijo y gocé oyendo eso. Quedamos en hablarnos a mediados de semana para un café.
Al hacerlo, dimos con inconvenientes para fijar la hora del encuentro. Al decirle yo que los fines de semana disponía de más tiempo, ella me dijo que los fines de semana los tenía siempre ocupados pero que se liberaba los días hábiles por la tarde. Le expliqué que estaba alquilando el taxi por el turno de 07 a 19 hs. y que de lunes a viernes no podía interrumpir mis tardes de trabajo. No acordamos nada y quedamos en volver a llamarnos, cosa que hice yo el viernes. Volví a decirle que no tenía posibilidad de bajarme del taxi durante las tardes hábiles y Francesca volvió a marcarme que sus únicos momentos libres serían las tardes de los días hábiles. Cortamos.
Detuve el auto y blandiendo en alto mi índice derecho, trataba de armar un silogismo en mi cabeza: A ver, me dije, si yo puedo los sábados y domingos y ella no puede los sábados y domingos y si ella únicamente puede de lunes a viernes a la tarde y yo no puedo de lunes a viernes a la tarde, quiere decir que nosotros dos nos podríamos encontrar... nunca. Vale decir –proseguí- que como dos más dos es cuatro y no es cinco, y nosotros dos no estamos en condiciones de forzar la curvatura del Universo para poder crearnos un espaciotiempo especial, la conclusión vuelve a ser que podríamos encontrarnos jamás, never in the puta life.
Y logrado el silogismo, no la llamé más nunca never jamás.


...


13. LA SEDIENTA


Pasaba el tiempo y la copa se vaciaba y se llenaba en tanto que la lengua se le iba entorpeciendo y su baile se hacía menos coordinado y sus ojos se posaban cada vez más en mí. Decidí actuar mientras estaba a tiempo, porque en ese estado todavía servía; por la cultura alcohólica que tenía, estaba apenas entonada. Tenía que llevármela de ser posible antes de que volviese a llenar la copa; me acerqué adonde estaba bailando sola e hice unos pasos para acompañarla, para luego tomarle un brazo y arrastrarla a un asiento mientras me decía que su nombre era Millie. Me aceptó de buen grado, pero justo en ese momento apareció el champagne y también lo aceptó de buen grado.
Yo también había tomado vino y de ambos colores, y apenas había comido, con lo cual no estaba tan entonado como ella pero lo estaba, y también acepté el champagne. Se sucedieron las copas sin que pudiese convencerla de irnos a tomar algo por ahí, y le decía tomar algo porque imaginaba que si decía café íbamos a tener nuestra primera pelea antes de nuestra primera salida.
Después de la segunda copa burbujeante sí me tomé un café y ella, ella se tomó la tercera. Y la cuarta, mientras yo terminaba el café. Y la quinta, al tiempo que yo aceptaba la tercera y así estuvimos hasta que el champagne desapareció y eso fue más de lo que Millie iba a tolerar, así que me dijo ¡Vamos! y yo la seguí entre los saludos de Etel y las felicitaciones de algunos vagos, perdón, caballeros presentes.
Cuando íbamos hacia la salida, me dijo que su hermano era dueño de un pub de Belgrano y que allí podríamos tomar champagne gratis, y yo qué iba a decir, paré el primer taxi que vi en la calle. Ella dio la dirección y tratamos de tener una charla que no encontraba su sentido, hasta que yo le di el único sentido posible cuando me arrimé a su cara, bonita cara, olí su piel, bonito aroma, y la besé: bonitos labios, bonito beso, bonita hembra.
El taxi se detuvo frente a una confitería importante y entramos; el encargado la vio trastabillar al trepar el peldaño de la entrada y con una expresión tediosa, vino a recibirla. Hablando alto para superar la música que una centena de bailarines disfrutaban en la doméstica pista del pub, le dijo que su hermano estaba recorriendo sus otros negocios y, sin mejorar la expresión, le preguntó qué necesitaba. Millie me presentó como su abogado, yo le tendí mi mano y él, haciendo un meritorio esfuerzo por sonreir, me dijo: -Cómo le va Doctor –y volvió a ella dejando caer sus facciones en la misma tediosa mueca anterior, que evidenciaba lo repetido de esa situación. Millie respondió: -Lo de siempre de las noches de fin de semana –y el hombre regresó a su lugar detrás de la caja y la abría al tiempo que nosotros dos nos acercábamos.
Tomó unos billetes grandes y se los tendió a Millie:
-Allá arriba tenés un sillón desocupado y ya te mando el champagne.
La sostuve mientras subíamos la estrecha escalera –era necesario- y al sentarnos ya venía la camarera con botella y copas, y reanudamos. Yo no deseaba que eso se convirtiera en una noche de borrachos, pero ya no era mucho lo que podía hacer para evitarlo, salvo irme. Tuve que optar por dejar las cosas en manos de la suerte –o de la sed de Millie- y apelar a mi voluntad para beber lo menos posible, que era muy difícil porque estaba de juerga y porque el champagne era del bueno. Había perdido mi entrenamiento pero no mi tolerancia al alcohol, por lo que cuando se acabó y ella me mandó a pedir otra botella, tuve la lucidez para tomarla de un brazo y alzándola conmigo, decirle: -Vamos a mi casa.
-¿Dónde es tu casa?
-En Villa Martelli.
-Tengo hambre –sacó ella de la galera.
Miré el reloj y vi las cuatro y media.
-Bueno, comé algo y vamos.
-No, yo como en el Centro, en la calle Venezuela... –se interrumpió al perder el hilo.
-Millie, no vamos a ir ahora al Centro y después volver para mi casa, es de locos. Tengo comida allá, podemos arreglarnos bien.
No supe si me había oído, pero se dejó acarrear por mí hasta la puerta y tomamos un taxi. Indiqué Villa Martelli y el auto partió. Unos instantes luego, ella pareció reaccionar –o despertar- y clamó:
-¡Qué tengo que ir a hacer yo a Villa Martelli... Quiero ir a comer a Venezuela! Chofer, a la calle Venezuela.
Yo la miraba, pero no se me ocurría decir nada porque Millie no estaba para escuchar nada. El taxista sí, y le dije que parase. Lo hizo y me miró sonriente por el espejo; le guiñé un ojo, abrí la puerta y cuando tuve ambos pies en el piso, le dije:
-Por favor, a la calle Venezuela. -Y cerré.


En esta etapa de la vida, un defecto, una carencia y alguna enfermedad pueden invertirse en un atractivo más. Sucede que ya hemos conocido nuestras propias falencias, hemos aprendido a tolerar las ajenas y hemos desarrollado vocación de asistencia al prójimo, todas cosas cuya práctica además nos resulta gratificante. Y es asimismo un fuerte factor de relación este apoyo incondicional a falencias del otro. Empero, lo de Millie desbordaba toda posibilidad porque esa no había sido la borrachera de una noche alocada: tenía suficientes evidencias en su físico de tener alocadas la mayor parte de las noches.
Al otro fin de semana volví al “Reducto de Etel” –así se llamaba el lugar- y entré junto a dos damas mayores a mí y que venían juntas; cambiamos saludos y recorrimos el camino hacia la sala, yo bajo la persistente mirada de una de ellas. No me conmovió porque era demasiado grande para mí y, vale la aclaración, no era ya la espectacular mujer que una vez fuera. Pero debía ser que yo sí la conmovía, porque no me quitaba los ojos y cuando lo hacía, era apenas para hacerle algún comentario a su amiga. No pasó mucho tiempo antes de que ésta, la amiga, viniera a sentarse a mi lado y, sin mayores preámbulos, iniciara la conversación:
-Mi amiga está muy interesada en vos.
Estaba allá de pie frente a mí, y decidí mirarla bien. Su altura era acorde la mía y su cuerpo fornido no había perdido las curvas ni la cintura. Vestía un traje elegante y nada barato que lucía con una postura que denunciaba una antigua alcurnia. Tenía el pelo casi corto teñido de un castaño que no desentonaba con el trigueño de su piel en un semblante que seguía siendo bello y que no era nacional y sí podía ser limítrofe.
-Sí –dije.
-¿Hablarías con ella?
-No creo que tenga sentido –opiné.
Guardó unos segundos de silencio en tanto miraba a la otra. Recibió una seña casi imperceptible y me dijo:
-Elpidia es ecuatoriana, es culta, tiene 55 años y es muy linda...
-Puedo verlo –aclaré.
-Era dueña de empresas en su país pero hace unos años su esposo falleció y ella no pudo llevarlas adelante y casi las pierde.
-Ajá –dije, y hubo otro silencio, de parte de ella, porque ya había empezado la música.
-Entonces vendió todo y se quedó con un dinero, no es mucho, digamos una pequeña fortuna, y vive de eso, y viaja un poco.
-Y ahora viajó acá –adiviné.
-Sí, está en mi casa, somos amigas de hace muchos años –terminaba, haciéndole a Elpidia una seña para que se acercara.
Es sorprendente lo rápido que puede pensar uno cuando de determinados temas se trata. Antes de que Elpidia terminara el segundo paso, yo ya había imaginado qué tipo de relación podía llegar a tener con ella sin haber podido apartarme de la visión de una falsa pareja. Y ya que ella salía a arriesgarse, también podría yo encarar un vínculo de ventaja, viajar, conocer, hacer cosas con plata ajena que al paso que iba, difícilmente alguna vez pudiere hacer con la mía. Elpidia daba la impresión de ser mansa, fácil para abandonarla llegado el momento del hartazgo, pero existían dos inconvenientes y ambos pasaron por mi mente: Ni iba a dejar a mis hijas que tenían 15 y 9 años y me necesitaban como padre, para ponerme a viajar por el Continente como playboy o longplay del subdesarrollo, ni iba a deponer mi principio de independencia que tanta pobreza me habían costado, para convertirme de pronto en un vividor. No estaba ni tan viejo ni tan vencido.
Antes de que Elpidia estuviese con nosotros, alcancé a decirle a su amiga:
-No me interesa.
La ecuatoriana se sentó y su amiga nos dejó solos para ira a buscar bebidas; entre su insidiosa mirada y la mía esquiva, sostuvimos una breve charla de frases sueltas hasta que volvió la gerenta de RRPP y nos pusimos a degustar vino blanco. Elpidia era efectivamente una dama culta, educada y atinada y si hubiese tenido varios años menos, quizás mi resolución hubiese sido otra. Ahora y terminada la copa, no había nada más que hablar ni que hacer; me puse de pie y sacudiéndome las feromonas de las solapas, me despedí y fui a servirme algo de comer.


Elpidia y amiga se fueron al poco rato y yo me senté a estudiar un poco el panorama. No había tantos concurrentes como la vez anterior y quizás el plantel femenino no fuese de la misma calidad, pero tampoco todos los días son domingos. Por lo que se apreciaba, no había mucha liga, por no decir ninguna; de mi parte no iba a haber, puesto que ninguna de las ninfas presentes iba a movilizarme a nada.
En un momento y para animar el ambiente, Etel convocó a un juego para el cual tenía que dividir en dos grupos y ¿qué se le pudo ocurrir a la socióloga? Dijo los que son profesionales de este lado y los otros de este otro. Yo no iba a decir nada, pero ya empezaba a cansarme de sentirme constantemente discriminado por no tener un título nobiliario, perdón, universitario y encaré hacia el lado de los profesionales; pero cuando estaba por entreverarme, descubrí que cada uno se estaba presentando con todos los demás usando su especialidad, en vez de decir su nombre decía abogado o farmacéutico. Esto me hizo detenerme en el medio y mirar para el lado opuesto, pero los infelices, esos que no-quisieron-estudiar-y-hoy-deben-vivir-como-perdedores estaban tan diezmados y desorientados como en su misma vida de fracasados y rechacé, como cualquier persona coherente, mezclarme con ellos.
Cuando estaba regresando al otro lado y pensando si diría licenciado –por la licencia de taxi- o penalista –por haber estado en la policía- me alarmé y observé si estaban exhibiendo credenciales, que no hubiese sido exagerado porque cualquier impostor arruinaría el brillo de un grupo tan selecto. En eso, saltó una flaca de pelo corto que yo sabía que era médica porque había conversado antes y armó un miniescandalete tildando a Etel de discriminadora; ser discriminador no era políticamente incorrecto sino incorrectísimo, y eso hizo que los profesionales, ávidos de toda la corrección política posible, disolvieran de inmediato la asonada y enrollando nuevamente sus diplomas, se los metiesen raudamente en el bolsillo y volviesen a mezclarse en silencio con el populacho.
Etel no lo dejó ahí y gritó –estaba lejos- a la flaca:
-¿Vos sos profesional?
-Sí –gritó también.
-Entonces el problema lo tenés vos, porque ser profesional no es ser más que nadie y no creo que nadie aquí haya sentido eso.
-Bah –replicó la médica- de todas formas es discriminatorio.
-No, la discriminación la hacés vos –insitió Etel, y ahí terminó el asunto.
Me quedé hasta el final y vi salir a cada uno como había entrado, es decir, tan solos como yo. No con frecuencia semanal pero seguí yendo al lugar porque valía la pena como reducto, para comprobar que esto de entrar y salir así seguía siendo la regla en el ámbito de SyS, no sin las excepciones de rigor, porque como yo había salido la primera vez con Millie otros y otras también lo hacían y acaso con más suerte de la que yo había tenido entonces.


...

18. LA EMANCIPACIÓN


Apenas se me diluían los vapores etílicos de la bienvenida a 2004, y ya estaba buscando un lugar para comprar una tarjeta de tiempo y hacer mi rentrée, acaso triunfal, a la línea telefónica de encuentros nombrada como el año del milenio. Lo hacía nada más que para compensar de algún modo un vacío de expectativas que se me había producido últimamente.
El largo tiempo que ella dejara pasar estéril fue haciendo que se debilitase la seducción que Aurora ejercía en mí y a esta altura, a pesar de que ahora ella parecía querer movilizarse, ya mi interés era nulo.
Por otro lado, hacía bastante tiempo, meses, que me acicateaba un deseo difuso por una mujer de mi edad que veía periódicamente y con la que estaba extrañamente indeciso. Era una dama que me cautivaba, pero no siempre; mi deseo fluctuaba de máximo a nulo en una manera incomprensible y mis esfuerzos por decidir algo no llegaban a ningún puerto. Esa ciclotimia me hacía dudar, en el sentido de qué valor tendría una decisión a favor si luego sobrevendría la fase negativa y quedaría quizás desvirtuada. Y así iba pasando el tiempo sin que yo pudiese progresar y, hay que decirlo, sin que ella me ayudase demasiado. Una cosa que me interfería sí logré reconocerla: una mujer debe, aunque no sea más que de tanto en tanto, mostrar sus piernas; si es apegada al pantalón y alguien se siente atraído por ella, sospechará que sus piernas no son presentables; y si el tiempo pasa y nunca la ve en pollera, lo dará por sentado.
Y Serena continuaba habitando la nebulosa de mi resignación a aguardar indefinidamente que se produjese el resquicio de oportunidad que yo creía estar labrando con mi constante hazaña de mirarla. 


En la línea encontré una sustancial mejora en cantidad de postulantes y también en su calidad: la cosa se había dinamizado y tenía mucha vida, dándome una mejor posibilidad de manejarme por teléfono y reservar el encuentro para los casos que apareciesen realmente promisorios. Lo que no mejoró fue el número de chantas de diversa calaña, que opté por rotular como spam para encontrar una forma de soportarlos
Un ejemplo fue una a la que le dejé mensaje y me llamó a las doce de la noche, cuando yo acababa de dormirme, de lo que se dio perfecta cuenta. Pidió unas ligeras disculpas y continuó con su cometido, que era averiguar mi situación económica; yo lo noté y trataba de retaceársela, pero en un momento resolví concretar para que me dejase dormir. No necesitó más que enterarse que era un empleado en funciones de chofer para cortar sin más palabras.
Cuando me sucedían cosas así, me quedaba un rato pensando en mentir mis labores, puesto que mi presencia, mi vestimenta, mi auto y mi cash flow daban para decir mucho más. Pero siempre llegaba a que, en principio, me cuesta ser otro chanta; y cómo lo arreglaría luego si llegase a hacérselo a la que sería mi futura pareja. A veces tras los golpes, uno se siente tentado de cambiar algunas cosas, pero no deja de significar cambiar la forma de vivir que uno ha elegido y cimentado, nada menos que para adaptarla a la forma de vivir de algún bastardo.
Otra, que se dijo abogada, me llamó desde un teléfono de tierra que seguramente sería público, y me tuvo un buen rato en mi celular averiguando mis cosas como si se tratase de un informe; luego dijo aprobarme y que la llamase al día siguiente a su celular. Lo hice varias veces, puesto que la primera atendió y después cortó y en las otras, como yo no dejaba de insistir, contestaba alejando el teléfono de su cara y fingiendo que no oía. Es comprensible que en un terreno como ese en el cual nadie se conoce y difícilmente alguna vez lo haga, se den vilezas en las relaciones primarias que se van produciendo; pero eso no obsta para emplear reglas básicas de respeto por el otro, lo cual no debe ser muy complejo, dado que la mayoría lo hace.
Otra más, también tras pedir mi currículum completo, me citó en una elegante confitería de la avenida Santa Fe, obligándome a la epopeya de estacionar por ahí, y me interceptó en la esquina antes de que yo entrase. Por su tono concheto y sus ropas sencillas, viviría a unos metros y haría producción en serie citando y atajando al infeliz para sostener ahí en la vereda una charla de cinco minutos que servía objetivamente a sus fines.
Una profesora de Geografía, al terminar de oír mi informe patrimonial, protestó:
-¡Pero yo estoy buscando a un hombre que haya hecho algo con su vida!
Comprendí que debía pedirle perdón por haberme atrevido a molestarla sin haber hecho antes algo con mi vida, pero en ese momento no pude articular palabra, lo que la hizo retomar su filípica:
-¡No estoy para pérdidas de tiempo ni para estupideces, yo estoy tratando de formar una pareja en serio! –finalizó y tengo que agradecerle que me haya permitido saludar antes de cortarme la comunicación.
En otro medio, el diario, tuve en esos días un doble alborozo: la certificación pública de que mi malestar no me pertenecía en exclusividad, y el que esto les fuese arrojado al rostro, también de forma masiva. Uno de los avisos del rubro 60 decía: “Sr. 50 años busca dama culta (si es profesional, petulante, arrogante o ambiciosa, NO) y agregaba un teléfono al que no sé si alguna habrá llamado, pero yo sí. Y no pude comunicarme, pero dejé el mensaje de salutación más efusivo de mi vida.
Oyendo un programa de radio, doy con una entrevista a una socióloga que había regenteado un negocio de vínculos y, cansada de ser saboteada por las imposturas, lo había cerrado. Explicaba que su método era el de celebrar entrevistas personales para llenar la ficha que daría lugar a la selección y que había sido insuperable el problema de que las mujeres decían una cosa en la entrevista y hacían otra distinta en las citas. Por regla general, en la oficina manifestaban buscar un hombre con valores humanos y afectivos sin importar demasiado lo financiero; pero tras los reiterados fracasos de las citas que ella generaba y hablando luego con los hombres involucrados, resultaba que durante el café exigían valores inmobiliarios y bancarios sin importar demasiado lo humano.
Añadía la socióloga que sus indagaciones la llevaron a identificar algunas causas, como la vergüenza de ir a presentar a un contexto familiar y social determinado –digamos arribista- a un fulano de menor posición, amén de que no todas las personas están dispuestas a compartir lo que tienen. O como la existencia de hijos menores de parejas anteriores del candidato, que lleva al cálculo de cuánto gana, cuánto tiene que pasar a los hijos y cuántos mensajes de amor de curso legal le quedan para mí.


Bien, esto resume la emancipación: no dependen de un hombre pero no pueden sin un hombre. Son las mismas dependientes de siempre, con la diferencia de que ahora pueden mentirse que dejaron de serlo. ¿Cuántas son las que consiguieron su puesto de trabajo merced a un hombre? ¿O cuántas las que han forzado a sus hombres allegados a conseguírselos? Y ganan su propio dinero, pero pretenden también el del hombre. Es como decir sigo comiendo de una mano, pero ahora puedo morderla.
De cualquier modo, esto no se puede cambiar, es ley de la vida, ¿o para qué queremos hacer dinero los hombres? La mujer es el destinatario natural del dinero del hombre, a quien hoy sigue ubicando como proveedor, pero sin el beneficio de la tolerancia al fracaso que usufructuaba antes: si fallaba, ella se lo tenía que aguantar; ahora si no provee es fácilmente desechado o sustituido y se quedará solo hasta que pueda proveer de nuevo, momento en que podrá conseguir a otra y a pesar de que ésta se autoabastezca, volverá a ser colocado y exigido como proveedor.
Por fortuna, no todas las mujeres participan de esto, pero la corriente tiene influencia suficiente para arrastrar a demasiadas, que se están dejando alienar por un cambio cultural que se parece mucho a una moda. Ellas creen que han descubierto un nuevo estilo de vida y lo que descubrieron es un nuevo estilo de una autodestrucción que las trasciende, porque destruye también al varón que pueda quererlas y a las experiencias afectiva y familiar de sus hijos. Llegan a competir económicamente dentro de la pareja, desconociendo el proyecto común, el esfuerzo juntos, los logros compartidos. Las más deliradas habitan un matriarcalismo y la religión catódica lo facilita creando el mundo ficcional acorde, donde da la impresión que estar embarazada fuese una proeza digna del homenaje olímpico y que hacer una mueca bobalicona fuese el mayor producto de la inteligencia femenina.
El fenómeno constituye otro de los tantos abusos del devenir histórico: se produce un giro mediante el cual una facción alcanza la cresta de la ola y de pronto se halla con poder, discrecionalidad y autorreferencialidad: pueden hacer lo que quieren y todo lo que quieran estará bien. Desde una improvisada soberbia abusan del resto, avasallando y arrebatando espacios ajenos. Las más parcas lo hicieron recortando su solidaridad, las más radicalizadas dando rienda suelta a una furia revanchista. Empero, todas las desmesuras traen consecuencias, personales y asimismo ambientales: ¿Cuántos de los puestos de trabajo ocupados por una mujer en los noventa han sido un puesto perdido por un hombre? O planteado de otra manera, ¿cuántas mujeres que empezaron a trabajar para gastar en suntuarios, equivalieron a otra mujer que no tuvo para gastar en sus hijos, porque su hombre perdió el trabajo? Y de las que puedan razonar y quitarse las anteojeras cuando hayan bajado de la ola ¿cuántas lo lamentarán al comprobar mayor lo perdido que lo ganado?
Porque esto no es más que una ola y está destinado a agotarse. La Historia también comete sus exabruptos, pero se da cuenta y los remedia. Por ahora disfrútenlo y padezcámoslo de la mejor manera posible, sin olvidarnos que como todas las cosas, tiene su pro y su contra. La contra es que hemos perdido gran cantidad de amas de casa que trabajaban en su hogar y que ahora lo hacen afuera, lo que no sería tan grave porque fueron reemplazadas por mujeres venidas de las clases donde los hombres ya no tienen trabajo.
Y lo bueno es que no quedó ni una que se niegue al sexo oral –antes había muchas- y apenas quedaron unas pocas que no sepan hacerlo de maravillas.



21. LA ETÉREA


Muy adelantado ya 2004, averigüé que Serena tenía casi 32 años. Yo tenía casi 50 y si veinte años no es nada, dieciocho es aún menos.
Y estando yo en Templar tan ocupado mirándola como siempre que ella entraba, pasó a mi lado y me miró a los ojos. Sí, dije bien: me miró fijo a los ojos, como pidiéndome permiso para pasar o como para saludarme, nunca supe bien para qué. Me sentí turbado de todas las maneras posibles, porque eso duraría un segundo o a lo sumo dos, y no tenía la menor idea de qué hacer. Yo seguía paralizado cuando ella, cansada de no obtener respuesta, volvió a mirar adelante y siguió su camino. 
Bueno, esto merecía una reacción porque, me resultara fácil o no creerlo, la puerta podía estar abriéndose para ir a jugar. Le primera estrategia fue intensificar mi presencia en el teatro de operaciones y dio resultado, porque a los pocos días se repitió la escena. El problema fue el mismo que la vez anterior: yo no llegaba a saber si estaba pidiendo permiso o saludando y Serena tenía una expresividad facial que no ayudaba para nada, es más, intimidaba. Como no podía darme el lujo de cometer un error, opté por hacerme el tonto por segunda vez y me dispuse a esperar la tercera, que suele ser la vencida.
Y en la vencida vencí nomás: no bien la vi la seguí, vi que iba al auto, me ubiqué de modo que tuviese que cruzarme cuando partiese y al pasar a mi lado me miró y me dedicó una sonrisa. Pero fue una sonrisa hecha especialmente para mí, porque me había visto y tuvo tiempo para prepararla, y una sonrisa con una mirada cómplice, una mirada de vamos a hacernos un lugar para nosotros dos. Gol.
Después de dos días que duraron cien horas, volví y monté guardia cerca de su Honda y acerté de nuevo, ella vino, subió y salió justo cuando yo caminaba casualmente delante de su auto, y esta vez se sorprendió al verme. Y la reacción fue de agrado, como un reflejo le brotó, no hizo sino que le brotó la mejor, pero la mejor de sus sonrisas. Le respondí agitando la mano y con una sonrisa equivalente y cuando aun la veía alejarse, ya estaba pensando muy deprisa qué estaba realmente sucediendo. Necesitaba clarificarme todo esto porque tenía que adoptar un curso de acción.
Por supuesto extremé la actividad de los encuentros casuales y en cada uno establecía algún tipo de contacto que siempre era bien respondido con sonrisas y muecas de simpatía. No obstante, no me sentía tan seguro: no podía abordarla ahí ni en Templar, frente a los empleados y conocidos; nunca podría tenerla sola, aislada; tampoco podía provocar un encuentro, a menos que la siguiese con el auto. Y no podía hacerme la certeza de sus intenciones a mi favor: bien podía tratarse de una relación puramente laboral en la que ella, tras ver mi insistencia de más de un año, por fin decidió dejar de negarme el saludo y así poner fin a mi impiadosa tarea de provocarlo. En suma, era una situación difícil. No era de esas en que lo único que queda por hacer es atacar a ver qué pasa; acá no había tolerancia, cualquier error podía significar el acabose.
Entre una cosa y la otra había pasado casi un mes y si el asunto era en serio, yo no podía seguir dilatándolo. Tomé la decisión de atacar a cualquier precio. Y la única manera era ahí mismo, a la primera ocasión y que viese quien viese, salga pato o gallareta.
Así un día de esos, estando sentado en mi lugar habitual de Templar, entró ella, compró cigarrillos y salió. Salté y la abordé cuando pisaba la acera; tuve que llamarla –por su nombre- porque tiene un paso muy rápido y hubiese tenido que brincar; se detuvo sobre el cordón y su expresión no era la más despreocupada. Llegué a su lado y me miró:
-Hola, quiero presentarme... –su mirada, que de cerca era más hermosa que lo imaginable, se tensó un poco más- Me llamo Damián y me gustaría darte mi teléfono.
Interpuso su mano entre nosotros y exclamó:
-No –fue por lo bajo, pero no dejó de ser una exclamación-. No es así, no se confundan.
-Te pido disculpas...
Creo haber disimulado bien la incomodidad; ella siguió en tono comprensivo:
-No, lo tomo como un halago, está todo bien. No hay problema. Los saludo porque son clientes y están acá, soy muy simpática y se puede interpretar mal.
Se la notaba segura de lo que decía, pero no de sí misma. No era la persona sólida y determinada que parecía o demostraba ser. De cualquier modo me di por convencido y pasé a la salida elegante, o lo más elegante posible, porque no me sentía del todo compuesto y porque nos estaban mirando y yo era el causante del eventual bochorno.
-Te pido disculpas –repetí- estaba seguro y te digo más, hasta me sentí algo obligado.
-No, no es así. Te repito, soy muy simpática y se malinterpreta.
-Chau y una cosa... -Me puso atención- Te pido que no dejes de saludarme.
Sonrió, ya confiada, y se alejó. Volví a entrar y a ocupar mi sitio, necesitaba una silla. Alguien se me aproximó para preguntarme, no sin antes felicitarme y ponderar mi coraje. Otro vino y me contó una historia:
-La conozco desde que empezó en Cassandra y tengo trato con el dueño. Es buena chica, algo tímida, y prefiere estar sola
Yo lo miraba con interés, como para que siguiera.
-Hace como cuatro años que trabaja acá y todos allá adentro saben que anda sola; dicen que no quiere saber nada con nadie. Tenés que manejarlo con mucho tacto.
-No creo que tenga mucho por manejar –respondí con resignación- ya me dio el no.
Nadie más se arrimó, es decir que nadie más había visto. A estos dos pedí reserva y me fui a continuar mi vida.


En cierto sentido me quedé tranquilo, como cuando uno resuelve algo pendiente y se lo saca de encima. Pero como a la semana yo estaba entrando a mi coche y ella llegó caminando y pasó a mi lado. El saludo que me dirigió fue el más radiante y sonriente que jamás haya hecho. En su vida no pudo haber hecho otro igual. Era como si hubiese decidido que tanta soledad le hacía mal.
No era tan simple para mí ubicarme en el tema. Por un lado, se sabe que ante un abordaje, no todas las féminas reaccionan con justeza o dicen lo que realmente quieren; Joaquín Sabina por ejemplo, está harto de las mujeres que cuando están diciendo que sí, dicen que no. Esta era una chica tímida y por lo que parecía, susceptibilizada; podría haber recapacitado en los días posteriores y haberse sentido proclive. Como contrapartida, ella me había dejado en claro que saludaba porque éramos clientes y porque era muy simpática; y no tenía que olvidarme que le había pedido que no me retirara el saludo. Sin embargo, clientes éramos muchos y una encuesta entre todos iba a dar que no saludaba y que si era simpática lo ocultaba muy bien.
Elegí posicionarme de manera positiva, porque concluía que Serena me estaba dando elementos débiles pero suficientes para ello y porque no iba a dejar caer esto hasta estar absolutamente persuadido de que no anduviese. Sucedía que luego de tan extenuante exploración, al fin aparecía una mujer que me movilizara, que me produjera cosas, que hiciera estallar mi interno. Esas eran las cosas que me estaban pasando con Serena: no estaba enamorado ni enamorándome, pero sabía que lo haría con mucha facilidad de darme ella cabida. Y esto justificaba una estrategia a largo plazo; se me ocurría que si algo iba a pasar, iba a ser lentamente e iba a demandar mucho aplomo de mi parte. También podía ser todo lo contrario, que hubiese debido avanzar luego del primer saludo: pero un avance apresurado puede significar el fracaso irremisible, en tanto que uno pausado, preserva las posibilidades. Decidí apostar a la segunda opción.
De cualquier modo, estábamos sobre fin de año y en enero ambas empresas, la suya y la mía, estarían casi en receso; sabía que ella saldría de vacaciones y que yo bajaría  mucho la frecuencia de visitas hasta marzo. Me dispuse a la triste espera y también salí de vacaciones.


Mi corazón todavía no, pero mi atención pertenecía a Serena. A mediados de febrero fui a llevar unos diseños y almorcé en Templar; desde allá lejos a través del ventanal, mi visión lateral captó el contorno de la cabellera corta y renegrida que envolvía el cráneo de redondez perfecta. Miré de frente y fui feliz al ver nuevamente los labios gruesos y entreabiertos y los ojazos negros y chispeantes ocluyendo a la ñata indefensa; los senos, de un oscuro cobrizo a expensas del sol de la playa, saltando en el escote al apurar el tranco para cruzar la avenida. También más oscuras y cobrizas, las piernas empujaban agresivas la minifalda tableada; la hacían flamear al ritmo del paso apresurado que ya amenguaba porque estaba llegando a esta vereda y la tuve ante mí en todo su esplendor de diosa, siempre más magnífica que la vez anterior. Salvo los de algún eunuco que pudiera estar ahí, no había un par de ojos en el salón que no estuviera enfocándola y ella, advertida, acostumbrada, hacía su regreso con gloria enmarcándose en el arco triunfal de la puerta y mirando por encima de todas las miradas, olímpicamente ignoradas como era de norma, como cada uno sabía que sería.
...


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