martes, 29 de abril de 2014

SOLO Y SOLAS (novela, 2006, extracto)


Advertencia:

Por supuesto, los nombres y lugares han sido cambiados, así como fechas y otros datos. Pero apenas lo necesario para resguardar a la dama involucrada, cuya identificación es imposible. Y hubo casos en los que por no poder lograrse, no fueron incluidos.
Un ósculo para aquellas que se reconozcan en el relato.




Hola, me llamo Damián y seré el personaje central de esta novela testimonial. Los personajes no solemos presentarnos porque eso ya se incluye en el texto; sin embargo yo acá tengo necesidad de hacerlo porque en rigor no lo soy, estoy prestado. Soy el protagonista de una novela del policial negro del mismo autor, quien acuciado por sus temores me puso también a cargo de ésta y, dicho sea de paso, me siento bastante descolocado.
Claro, para empresas delicadas se piensa en alguien de confianza y yo le resolví muy bien los entuertos que planteó en aquella obra: a veces el mérito es una navaja de doble filo. Porque allá era un joven hampón que disparaba ráfagas y conquistaba a la mujer de su vida, y acá tengo que sobrellevar diez años las desgracias de un veterano complicado, intelectualón y sin dinero, que en conquistas anda a los saltos por un bizcocho. Tantas veces rezongué que por qué no hizo una novela autobiográfica relatando sus vivencias con su nombre y protagonismo... hasta que caí en la cuenta de aquellos temores que mencioné.
Él quiere contar sus experiencias amatorias en sus cuarentas, las que no fueron lo que se dice felices... Dicho sin eufemismos, fueron bastante nefastas. Y las quiere contar con tanta objetividad, que por momentos, varios momentos, queda como un fracasado, hasta ridículo... como un infeliz, digamos. Y no cualquiera tiene las agallas para exponerse de esa manera, por cuanto es mejor poner a otro a hacer el trabajo sucio. Así él puede sustraerse de las obligaciones de la crónica y contar lo que quiere, no contar lo que no quiere y cambiar lo que quiera cambiar; y como si no le bastara, criticar a las mujeres. Encima, pretende hacer ensayo dentro de la novela, entonces tengo que aparecer más veces de las que me gusta hablando párrafos enteros como si fuese un sociólogo trasnochado.
Bah, así funciona el mundo, hay quien manda y hay quien obedece; a veces se gana y a veces se pierde. Me queda el consuelo de que cuando ésto termine volveré a ser un joven vigoroso en brazos de la mujer que adora, mientras que mi mandante va a estar bien lejos de una ventura así. Ja.
Bien, cuanto antes empiece antes voy a terminar, así que al trabajo.


1. EL ROMANTICO


Provengo de una clase social entre media y un cuarto, aunque siempre me sentí superior a todos los demás. Mi favorecido rostro de blanca fisonomía europea, cabello que fue rubio y ojos verde claro, preside mi metro noventa de porte elegante y atlético. Precoz en performance muscular, dejé también que mi cociente intelectual me llevase sin esfuerzo hacia grandes proyectos y no pocas envidias. Tanta ventaja me hizo feliz en mi adolescencia, pero empezó a incomodarme cuando tuve que mezclarme laboralmente con los demás; necesité entonces producir un hecho que notoriamente me ubicara en la medianía general. Tenía que ser algo erróneo pero universalmente aceptado, algo contundente que en sí mismo bastase para hacer a todos reconocerme como un igual. Me puse a indagar qué podía ser y finalmente, a los 22 años, cometí mi primer matrimonio.
Cometer es un término de prontuario y yo creo que uno debería tener prontuario no solamente por los delitos, sino también por las estupideces. Digo estupidez en términos de conducta destinada al fracaso, porque casarse no tiene por qué ser malo, hasta puede ser bueno, pero existen veces en que se hace mal o sin suficiente fundamento y el resultado mediato no puede ser otro que el colapso.
Por otra parte y para no ser injusto conmigo mismo, tengo que opinar que hoy día hay una inmensa mayoría que debería tener ese prontuario abierto, algunos uno frondoso.
Luego de una hija, un puntilloso desgaste de la relación y un penosamente demorado divorcio doce años después, vinieron varios affaires femeninos como para compensar las carencias, puesto que yo creo en la monogamia y había sido un marido fiel; no voy a especificar si totalmente o mucho o poco, con “fiel” se entiende suficiente.
La monogamia es para mí un imperativo porque soy un hombre de sentimientos. Soy un latino fogoso y no me sirven las medias tintas: puedo pensar en relaciones descomprometidas, pero el requisito sine-qua-non es que ella no me llegue demasiado, porque si lo hace, quiero pasar a mayores. Por ejemplo, hay sujetos que ante una señorita que les gusta piensan en tener sexo con ella; yo en cambio, pienso en tener sexo con ella... durante mucho tiempo. Y en el curso de ese tiempo, me aflorarán sentimientos.
Aquellos affaires fueron aventuras monogámicas –una a la vez- y muy gratas, muy satisfactorias. Elegía bien, me correspondían bien, resultaban bien. Pero se trata de un campo minado y ese “tan bien” que me iba no podía durar mucho: con la octava o novena -no voy a decir cometí porque esta vez no me casé- aparecieron esos sentimientos e hice una pareja con convivencia, o sea, perpetré concubinato. Algunos científicos sostienen que la pareja humana es un hecho químico que dura veintisiete meses: doy fe. Otra hija y cuatro años más tarde me separé y para celebrarlo, a los pocos días cumplí 41 inviernos (para qué decir primaveras).
Podría inferirse que a partir de ahí y para compensar mi fidelidad, retomé por tiempo indefinido mi anterior vidurria de A.M.B.R. (aventuras monogámicas de buen resultado).

...

Entre los avisos había varios que ofrecían reuniones bailables de Solos y Solas, pero se me asociaban demasiado con los bailes de boliche y no terminaban de inspirarme confianza. Quise insistir un poco en los grupos de charla, pero con una táctica de trapisonda: igual que en algunos bailes de la adolescencia, antes de entrar iba a montar guardia afuera para ver qué plantel femenino ingresaba. Así lo hice una noche de sábado frente a un local de Belgrano, donde no entré, y una tarde de domingo a metros de una confitería de Boedo.
Aquí ya estaba yéndome, hastiado de lo que me superaban en edad todas las que iban llegando, cuando aparece tarde y apurada una morocha bestial que desentonaba –para bien- con lo que allí dentro había. Volví a cerrar el taxi y me metí apurado, como quien se retrasó. Ocupé una silla que había quedado libre en derredor de una larga mesa donde todos estábamos, y  vi que el nivel de hombres era diferente al de mujeres por ser bastante más joven, lo que por otra parte, no hablaba nada bien de la organizadora.
Casi todos habían clavado sus ojos y apuntado sus garras a la recién llegada, que se dijo Francesca, soltera, de 46 años -de potra, pensé yo-, y era portadora de una cabellera larga y azabache que vibraba y de una cola con lordosis que no vibraba pero todavía hacía vibrar. Tuve suerte y me la llevé en el taxi, pero en la butaca delantera; mientras íbamos hacia su casa puse un casete de Ricardo Montaner que llevaba en la guantera, al principio porque gozaba oyéndolo y después para ocasiones como ésta.
El viaje fue muy largo y la conversación muy amena; me contó que nunca había estado en pareja y que tras el fallecimiento de su madre, se quedó viviendo sola en su casa natal; y que su vida no tenía mayores complicaciones y consistía en trabajar y hacer sociales. Sus facciones no eran bonitas, pero me gustaba; me fascinan las caras bonitas, pero suele haber muchas caras no bonitas que me subyugan por igual. Francesca tenía cierto tapujo que la hacía impostar una distancia, como para no parecer barata o cediendo en su dignidad, pero dejaba traslucir que se estaba poco a poco rindiendo; la charla y Montaner estaban surtiendo efecto. Tenía una personalidad fuerte y algunos tics de altanería que me parecían ricos; no podía saber si eran de ella o del momento y de a ratos los relacionaba con su profesión de médica psicoanalista.
Al llegar cambiamos teléfonos y quise robarle un beso, pero no me dio el más mínimo quórum; bien, cada mujer tiene su estilo, su método, sus tiempos. Me dijo “chau, gracias por traerme, nos hablamos” con un tonito concheto que no supe si fue una excepción o su regla, porque se bajó y entró en una casa elegante de ese vecindario muy elegante y bien podía ser ese su tono habitual cuando no estuviese dialogando con un taxista. Altanera, casa elegante, barrio elegante, tono concheto...¡Uff!
Sin embargo, a los quince minutos sonó mi celular y Francesca me dijo:
-Damián, quería decirte que lo que hablamos me pareció bien y me diste una buena impresión...
Yo, más expresivo, le dije que ella me había encantado.
-Si te parece, podemos vernos de nuevo –me dijo y gocé oyendo eso. Quedamos en hablarnos a mediados de semana para un café.
Al hacerlo, dimos con inconvenientes para fijar la hora del encuentro. Al decirle yo que los fines de semana disponía de más tiempo, ella me dijo que los fines de semana los tenía siempre ocupados pero que se liberaba los días hábiles por la tarde. Le expliqué que estaba alquilando el taxi por el turno de 07 a 19 hs. y que de lunes a viernes no podía interrumpir mis tardes de trabajo. No acordamos nada y quedamos en volver a llamarnos, cosa que hice yo el viernes. Volví a decirle que no tenía posibilidad de bajarme del taxi durante las tardes hábiles y Francesca volvió a marcarme que sus únicos momentos libres serían las tardes de los días hábiles. Cortamos.
Detuve el auto y blandiendo en alto mi índice derecho, trataba de armar un silogismo en mi cabeza: A ver, me dije, si yo puedo los sábados y domingos y ella no puede los sábados y domingos y si ella únicamente puede de lunes a viernes a la tarde y yo no puedo de lunes a viernes a la tarde, quiere decir que nosotros dos nos podríamos encontrar... nunca. Vale decir –proseguí- que como dos más dos es cuatro y no es cinco, y nosotros dos no estamos en condiciones de forzar la curvatura del Universo para poder crearnos un espaciotiempo especial, la conclusión vuelve a ser que podríamos encontrarnos jamás, never in the puta life.
Y logrado el silogismo, no la llamé más nunca never jamás.


...


13. LA SEDIENTA


Pasaba el tiempo y la copa se vaciaba y se llenaba en tanto que la lengua se le iba entorpeciendo y su baile se hacía menos coordinado y sus ojos se posaban cada vez más en mí. Decidí actuar mientras estaba a tiempo, porque en ese estado todavía servía; por la cultura alcohólica que tenía, estaba apenas entonada. Tenía que llevármela de ser posible antes de que volviese a llenar la copa; me acerqué adonde estaba bailando sola e hice unos pasos para acompañarla, para luego tomarle un brazo y arrastrarla a un asiento mientras me decía que su nombre era Millie. Me aceptó de buen grado, pero justo en ese momento apareció el champagne y también lo aceptó de buen grado.
Yo también había tomado vino y de ambos colores, y apenas había comido, con lo cual no estaba tan entonado como ella pero lo estaba, y también acepté el champagne. Se sucedieron las copas sin que pudiese convencerla de irnos a tomar algo por ahí, y le decía tomar algo porque imaginaba que si decía café íbamos a tener nuestra primera pelea antes de nuestra primera salida.
Después de la segunda copa burbujeante sí me tomé un café y ella, ella se tomó la tercera. Y la cuarta, mientras yo terminaba el café. Y la quinta, al tiempo que yo aceptaba la tercera y así estuvimos hasta que el champagne desapareció y eso fue más de lo que Millie iba a tolerar, así que me dijo ¡Vamos! y yo la seguí entre los saludos de Etel y las felicitaciones de algunos vagos, perdón, caballeros presentes.
Cuando íbamos hacia la salida, me dijo que su hermano era dueño de un pub de Belgrano y que allí podríamos tomar champagne gratis, y yo qué iba a decir, paré el primer taxi que vi en la calle. Ella dio la dirección y tratamos de tener una charla que no encontraba su sentido, hasta que yo le di el único sentido posible cuando me arrimé a su cara, bonita cara, olí su piel, bonito aroma, y la besé: bonitos labios, bonito beso, bonita hembra.
El taxi se detuvo frente a una confitería importante y entramos; el encargado la vio trastabillar al trepar el peldaño de la entrada y con una expresión tediosa, vino a recibirla. Hablando alto para superar la música que una centena de bailarines disfrutaban en la doméstica pista del pub, le dijo que su hermano estaba recorriendo sus otros negocios y, sin mejorar la expresión, le preguntó qué necesitaba. Millie me presentó como su abogado, yo le tendí mi mano y él, haciendo un meritorio esfuerzo por sonreir, me dijo: -Cómo le va Doctor –y volvió a ella dejando caer sus facciones en la misma tediosa mueca anterior, que evidenciaba lo repetido de esa situación. Millie respondió: -Lo de siempre de las noches de fin de semana –y el hombre regresó a su lugar detrás de la caja y la abría al tiempo que nosotros dos nos acercábamos.
Tomó unos billetes grandes y se los tendió a Millie:
-Allá arriba tenés un sillón desocupado y ya te mando el champagne.
La sostuve mientras subíamos la estrecha escalera –era necesario- y al sentarnos ya venía la camarera con botella y copas, y reanudamos. Yo no deseaba que eso se convirtiera en una noche de borrachos, pero ya no era mucho lo que podía hacer para evitarlo, salvo irme. Tuve que optar por dejar las cosas en manos de la suerte –o de la sed de Millie- y apelar a mi voluntad para beber lo menos posible, que era muy difícil porque estaba de juerga y porque el champagne era del bueno. Había perdido mi entrenamiento pero no mi tolerancia al alcohol, por lo que cuando se acabó y ella me mandó a pedir otra botella, tuve la lucidez para tomarla de un brazo y alzándola conmigo, decirle: -Vamos a mi casa.
-¿Dónde es tu casa?
-En Villa Martelli.
-Tengo hambre –sacó ella de la galera.
Miré el reloj y vi las cuatro y media.
-Bueno, comé algo y vamos.
-No, yo como en el Centro, en la calle Venezuela... –se interrumpió al perder el hilo.
-Millie, no vamos a ir ahora al Centro y después volver para mi casa, es de locos. Tengo comida allá, podemos arreglarnos bien.
No supe si me había oído, pero se dejó acarrear por mí hasta la puerta y tomamos un taxi. Indiqué Villa Martelli y el auto partió. Unos instantes luego, ella pareció reaccionar –o despertar- y clamó:
-¡Qué tengo que ir a hacer yo a Villa Martelli... Quiero ir a comer a Venezuela! Chofer, a la calle Venezuela.
Yo la miraba, pero no se me ocurría decir nada porque Millie no estaba para escuchar nada. El taxista sí, y le dije que parase. Lo hizo y me miró sonriente por el espejo; le guiñé un ojo, abrí la puerta y cuando tuve ambos pies en el piso, le dije:
-Por favor, a la calle Venezuela. -Y cerré.


En esta etapa de la vida, un defecto, una carencia y alguna enfermedad pueden invertirse en un atractivo más. Sucede que ya hemos conocido nuestras propias falencias, hemos aprendido a tolerar las ajenas y hemos desarrollado vocación de asistencia al prójimo, todas cosas cuya práctica además nos resulta gratificante. Y es asimismo un fuerte factor de relación este apoyo incondicional a falencias del otro. Empero, lo de Millie desbordaba toda posibilidad porque esa no había sido la borrachera de una noche alocada: tenía suficientes evidencias en su físico de tener alocadas la mayor parte de las noches.
Al otro fin de semana volví al “Reducto de Etel” –así se llamaba el lugar- y entré junto a dos damas mayores a mí y que venían juntas; cambiamos saludos y recorrimos el camino hacia la sala, yo bajo la persistente mirada de una de ellas. No me conmovió porque era demasiado grande para mí y, vale la aclaración, no era ya la espectacular mujer que una vez fuera. Pero debía ser que yo sí la conmovía, porque no me quitaba los ojos y cuando lo hacía, era apenas para hacerle algún comentario a su amiga. No pasó mucho tiempo antes de que ésta, la amiga, viniera a sentarse a mi lado y, sin mayores preámbulos, iniciara la conversación:
-Mi amiga está muy interesada en vos.
Estaba allá de pie frente a mí, y decidí mirarla bien. Su altura era acorde la mía y su cuerpo fornido no había perdido las curvas ni la cintura. Vestía un traje elegante y nada barato que lucía con una postura que denunciaba una antigua alcurnia. Tenía el pelo casi corto teñido de un castaño que no desentonaba con el trigueño de su piel en un semblante que seguía siendo bello y que no era nacional y sí podía ser limítrofe.
-Sí –dije.
-¿Hablarías con ella?
-No creo que tenga sentido –opiné.
Guardó unos segundos de silencio en tanto miraba a la otra. Recibió una seña casi imperceptible y me dijo:
-Elpidia es ecuatoriana, es culta, tiene 55 años y es muy linda...
-Puedo verlo –aclaré.
-Era dueña de empresas en su país pero hace unos años su esposo falleció y ella no pudo llevarlas adelante y casi las pierde.
-Ajá –dije, y hubo otro silencio, de parte de ella, porque ya había empezado la música.
-Entonces vendió todo y se quedó con un dinero, no es mucho, digamos una pequeña fortuna, y vive de eso, y viaja un poco.
-Y ahora viajó acá –adiviné.
-Sí, está en mi casa, somos amigas de hace muchos años –terminaba, haciéndole a Elpidia una seña para que se acercara.
Es sorprendente lo rápido que puede pensar uno cuando de determinados temas se trata. Antes de que Elpidia terminara el segundo paso, yo ya había imaginado qué tipo de relación podía llegar a tener con ella sin haber podido apartarme de la visión de una falsa pareja. Y ya que ella salía a arriesgarse, también podría yo encarar un vínculo de ventaja, viajar, conocer, hacer cosas con plata ajena que al paso que iba, difícilmente alguna vez pudiere hacer con la mía. Elpidia daba la impresión de ser mansa, fácil para abandonarla llegado el momento del hartazgo, pero existían dos inconvenientes y ambos pasaron por mi mente: Ni iba a dejar a mis hijas que tenían 15 y 9 años y me necesitaban como padre, para ponerme a viajar por el Continente como playboy o longplay del subdesarrollo, ni iba a deponer mi principio de independencia que tanta pobreza me habían costado, para convertirme de pronto en un vividor. No estaba ni tan viejo ni tan vencido.
Antes de que Elpidia estuviese con nosotros, alcancé a decirle a su amiga:
-No me interesa.
La ecuatoriana se sentó y su amiga nos dejó solos para ira a buscar bebidas; entre su insidiosa mirada y la mía esquiva, sostuvimos una breve charla de frases sueltas hasta que volvió la gerenta de RRPP y nos pusimos a degustar vino blanco. Elpidia era efectivamente una dama culta, educada y atinada y si hubiese tenido varios años menos, quizás mi resolución hubiese sido otra. Ahora y terminada la copa, no había nada más que hablar ni que hacer; me puse de pie y sacudiéndome las feromonas de las solapas, me despedí y fui a servirme algo de comer.


Elpidia y amiga se fueron al poco rato y yo me senté a estudiar un poco el panorama. No había tantos concurrentes como la vez anterior y quizás el plantel femenino no fuese de la misma calidad, pero tampoco todos los días son domingos. Por lo que se apreciaba, no había mucha liga, por no decir ninguna; de mi parte no iba a haber, puesto que ninguna de las ninfas presentes iba a movilizarme a nada.
En un momento y para animar el ambiente, Etel convocó a un juego para el cual tenía que dividir en dos grupos y ¿qué se le pudo ocurrir a la socióloga? Dijo los que son profesionales de este lado y los otros de este otro. Yo no iba a decir nada, pero ya empezaba a cansarme de sentirme constantemente discriminado por no tener un título nobiliario, perdón, universitario y encaré hacia el lado de los profesionales; pero cuando estaba por entreverarme, descubrí que cada uno se estaba presentando con todos los demás usando su especialidad, en vez de decir su nombre decía abogado o farmacéutico. Esto me hizo detenerme en el medio y mirar para el lado opuesto, pero los infelices, esos que no-quisieron-estudiar-y-hoy-deben-vivir-como-perdedores estaban tan diezmados y desorientados como en su misma vida de fracasados y rechacé, como cualquier persona coherente, mezclarme con ellos.
Cuando estaba regresando al otro lado y pensando si diría licenciado –por la licencia de taxi- o penalista –por haber estado en la policía- me alarmé y observé si estaban exhibiendo credenciales, que no hubiese sido exagerado porque cualquier impostor arruinaría el brillo de un grupo tan selecto. En eso, saltó una flaca de pelo corto que yo sabía que era médica porque había conversado antes y armó un miniescandalete tildando a Etel de discriminadora; ser discriminador no era políticamente incorrecto sino incorrectísimo, y eso hizo que los profesionales, ávidos de toda la corrección política posible, disolvieran de inmediato la asonada y enrollando nuevamente sus diplomas, se los metiesen raudamente en el bolsillo y volviesen a mezclarse en silencio con el populacho.
Etel no lo dejó ahí y gritó –estaba lejos- a la flaca:
-¿Vos sos profesional?
-Sí –gritó también.
-Entonces el problema lo tenés vos, porque ser profesional no es ser más que nadie y no creo que nadie aquí haya sentido eso.
-Bah –replicó la médica- de todas formas es discriminatorio.
-No, la discriminación la hacés vos –insitió Etel, y ahí terminó el asunto.
Me quedé hasta el final y vi salir a cada uno como había entrado, es decir, tan solos como yo. No con frecuencia semanal pero seguí yendo al lugar porque valía la pena como reducto, para comprobar que esto de entrar y salir así seguía siendo la regla en el ámbito de SyS, no sin las excepciones de rigor, porque como yo había salido la primera vez con Millie otros y otras también lo hacían y acaso con más suerte de la que yo había tenido entonces.


...

18. LA EMANCIPACIÓN


Apenas se me diluían los vapores etílicos de la bienvenida a 2004, y ya estaba buscando un lugar para comprar una tarjeta de tiempo y hacer mi rentrée, acaso triunfal, a la línea telefónica de encuentros nombrada como el año del milenio. Lo hacía nada más que para compensar de algún modo un vacío de expectativas que se me había producido últimamente.
El largo tiempo que ella dejara pasar estéril fue haciendo que se debilitase la seducción que Aurora ejercía en mí y a esta altura, a pesar de que ahora ella parecía querer movilizarse, ya mi interés era nulo.
Por otro lado, hacía bastante tiempo, meses, que me acicateaba un deseo difuso por una mujer de mi edad que veía periódicamente y con la que estaba extrañamente indeciso. Era una dama que me cautivaba, pero no siempre; mi deseo fluctuaba de máximo a nulo en una manera incomprensible y mis esfuerzos por decidir algo no llegaban a ningún puerto. Esa ciclotimia me hacía dudar, en el sentido de qué valor tendría una decisión a favor si luego sobrevendría la fase negativa y quedaría quizás desvirtuada. Y así iba pasando el tiempo sin que yo pudiese progresar y, hay que decirlo, sin que ella me ayudase demasiado. Una cosa que me interfería sí logré reconocerla: una mujer debe, aunque no sea más que de tanto en tanto, mostrar sus piernas; si es apegada al pantalón y alguien se siente atraído por ella, sospechará que sus piernas no son presentables; y si el tiempo pasa y nunca la ve en pollera, lo dará por sentado.
Y Serena continuaba habitando la nebulosa de mi resignación a aguardar indefinidamente que se produjese el resquicio de oportunidad que yo creía estar labrando con mi constante hazaña de mirarla. 


En la línea encontré una sustancial mejora en cantidad de postulantes y también en su calidad: la cosa se había dinamizado y tenía mucha vida, dándome una mejor posibilidad de manejarme por teléfono y reservar el encuentro para los casos que apareciesen realmente promisorios. Lo que no mejoró fue el número de chantas de diversa calaña, que opté por rotular como spam para encontrar una forma de soportarlos
Un ejemplo fue una a la que le dejé mensaje y me llamó a las doce de la noche, cuando yo acababa de dormirme, de lo que se dio perfecta cuenta. Pidió unas ligeras disculpas y continuó con su cometido, que era averiguar mi situación económica; yo lo noté y trataba de retaceársela, pero en un momento resolví concretar para que me dejase dormir. No necesitó más que enterarse que era un empleado en funciones de chofer para cortar sin más palabras.
Cuando me sucedían cosas así, me quedaba un rato pensando en mentir mis labores, puesto que mi presencia, mi vestimenta, mi auto y mi cash flow daban para decir mucho más. Pero siempre llegaba a que, en principio, me cuesta ser otro chanta; y cómo lo arreglaría luego si llegase a hacérselo a la que sería mi futura pareja. A veces tras los golpes, uno se siente tentado de cambiar algunas cosas, pero no deja de significar cambiar la forma de vivir que uno ha elegido y cimentado, nada menos que para adaptarla a la forma de vivir de algún bastardo.
Otra, que se dijo abogada, me llamó desde un teléfono de tierra que seguramente sería público, y me tuvo un buen rato en mi celular averiguando mis cosas como si se tratase de un informe; luego dijo aprobarme y que la llamase al día siguiente a su celular. Lo hice varias veces, puesto que la primera atendió y después cortó y en las otras, como yo no dejaba de insistir, contestaba alejando el teléfono de su cara y fingiendo que no oía. Es comprensible que en un terreno como ese en el cual nadie se conoce y difícilmente alguna vez lo haga, se den vilezas en las relaciones primarias que se van produciendo; pero eso no obsta para emplear reglas básicas de respeto por el otro, lo cual no debe ser muy complejo, dado que la mayoría lo hace.
Otra más, también tras pedir mi currículum completo, me citó en una elegante confitería de la avenida Santa Fe, obligándome a la epopeya de estacionar por ahí, y me interceptó en la esquina antes de que yo entrase. Por su tono concheto y sus ropas sencillas, viviría a unos metros y haría producción en serie citando y atajando al infeliz para sostener ahí en la vereda una charla de cinco minutos que servía objetivamente a sus fines.
Una profesora de Geografía, al terminar de oír mi informe patrimonial, protestó:
-¡Pero yo estoy buscando a un hombre que haya hecho algo con su vida!
Comprendí que debía pedirle perdón por haberme atrevido a molestarla sin haber hecho antes algo con mi vida, pero en ese momento no pude articular palabra, lo que la hizo retomar su filípica:
-¡No estoy para pérdidas de tiempo ni para estupideces, yo estoy tratando de formar una pareja en serio! –finalizó y tengo que agradecerle que me haya permitido saludar antes de cortarme la comunicación.
En otro medio, el diario, tuve en esos días un doble alborozo: la certificación pública de que mi malestar no me pertenecía en exclusividad, y el que esto les fuese arrojado al rostro, también de forma masiva. Uno de los avisos del rubro 60 decía: “Sr. 50 años busca dama culta (si es profesional, petulante, arrogante o ambiciosa, NO) y agregaba un teléfono al que no sé si alguna habrá llamado, pero yo sí. Y no pude comunicarme, pero dejé el mensaje de salutación más efusivo de mi vida.
Oyendo un programa de radio, doy con una entrevista a una socióloga que había regenteado un negocio de vínculos y, cansada de ser saboteada por las imposturas, lo había cerrado. Explicaba que su método era el de celebrar entrevistas personales para llenar la ficha que daría lugar a la selección y que había sido insuperable el problema de que las mujeres decían una cosa en la entrevista y hacían otra distinta en las citas. Por regla general, en la oficina manifestaban buscar un hombre con valores humanos y afectivos sin importar demasiado lo financiero; pero tras los reiterados fracasos de las citas que ella generaba y hablando luego con los hombres involucrados, resultaba que durante el café exigían valores inmobiliarios y bancarios sin importar demasiado lo humano.
Añadía la socióloga que sus indagaciones la llevaron a identificar algunas causas, como la vergüenza de ir a presentar a un contexto familiar y social determinado –digamos arribista- a un fulano de menor posición, amén de que no todas las personas están dispuestas a compartir lo que tienen. O como la existencia de hijos menores de parejas anteriores del candidato, que lleva al cálculo de cuánto gana, cuánto tiene que pasar a los hijos y cuántos mensajes de amor de curso legal le quedan para mí.


Bien, esto resume la emancipación: no dependen de un hombre pero no pueden sin un hombre. Son las mismas dependientes de siempre, con la diferencia de que ahora pueden mentirse que dejaron de serlo. ¿Cuántas son las que consiguieron su puesto de trabajo merced a un hombre? ¿O cuántas las que han forzado a sus hombres allegados a conseguírselos? Y ganan su propio dinero, pero pretenden también el del hombre. Es como decir sigo comiendo de una mano, pero ahora puedo morderla.
De cualquier modo, esto no se puede cambiar, es ley de la vida, ¿o para qué queremos hacer dinero los hombres? La mujer es el destinatario natural del dinero del hombre, a quien hoy sigue ubicando como proveedor, pero sin el beneficio de la tolerancia al fracaso que usufructuaba antes: si fallaba, ella se lo tenía que aguantar; ahora si no provee es fácilmente desechado o sustituido y se quedará solo hasta que pueda proveer de nuevo, momento en que podrá conseguir a otra y a pesar de que ésta se autoabastezca, volverá a ser colocado y exigido como proveedor.
Por fortuna, no todas las mujeres participan de esto, pero la corriente tiene influencia suficiente para arrastrar a demasiadas, que se están dejando alienar por un cambio cultural que se parece mucho a una moda. Ellas creen que han descubierto un nuevo estilo de vida y lo que descubrieron es un nuevo estilo de una autodestrucción que las trasciende, porque destruye también al varón que pueda quererlas y a las experiencias afectiva y familiar de sus hijos. Llegan a competir económicamente dentro de la pareja, desconociendo el proyecto común, el esfuerzo juntos, los logros compartidos. Las más deliradas habitan un matriarcalismo y la religión catódica lo facilita creando el mundo ficcional acorde, donde da la impresión que estar embarazada fuese una proeza digna del homenaje olímpico y que hacer una mueca bobalicona fuese el mayor producto de la inteligencia femenina.
El fenómeno constituye otro de los tantos abusos del devenir histórico: se produce un giro mediante el cual una facción alcanza la cresta de la ola y de pronto se halla con poder, discrecionalidad y autorreferencialidad: pueden hacer lo que quieren y todo lo que quieran estará bien. Desde una improvisada soberbia abusan del resto, avasallando y arrebatando espacios ajenos. Las más parcas lo hicieron recortando su solidaridad, las más radicalizadas dando rienda suelta a una furia revanchista. Empero, todas las desmesuras traen consecuencias, personales y asimismo ambientales: ¿Cuántos de los puestos de trabajo ocupados por una mujer en los noventa han sido un puesto perdido por un hombre? O planteado de otra manera, ¿cuántas mujeres que empezaron a trabajar para gastar en suntuarios, equivalieron a otra mujer que no tuvo para gastar en sus hijos, porque su hombre perdió el trabajo? Y de las que puedan razonar y quitarse las anteojeras cuando hayan bajado de la ola ¿cuántas lo lamentarán al comprobar mayor lo perdido que lo ganado?
Porque esto no es más que una ola y está destinado a agotarse. La Historia también comete sus exabruptos, pero se da cuenta y los remedia. Por ahora disfrútenlo y padezcámoslo de la mejor manera posible, sin olvidarnos que como todas las cosas, tiene su pro y su contra. La contra es que hemos perdido gran cantidad de amas de casa que trabajaban en su hogar y que ahora lo hacen afuera, lo que no sería tan grave porque fueron reemplazadas por mujeres venidas de las clases donde los hombres ya no tienen trabajo.
Y lo bueno es que no quedó ni una que se niegue al sexo oral –antes había muchas- y apenas quedaron unas pocas que no sepan hacerlo de maravillas.



21. LA ETÉREA


Muy adelantado ya 2004, averigüé que Serena tenía casi 32 años. Yo tenía casi 50 y si veinte años no es nada, dieciocho es aún menos.
Y estando yo en Templar tan ocupado mirándola como siempre que ella entraba, pasó a mi lado y me miró a los ojos. Sí, dije bien: me miró fijo a los ojos, como pidiéndome permiso para pasar o como para saludarme, nunca supe bien para qué. Me sentí turbado de todas las maneras posibles, porque eso duraría un segundo o a lo sumo dos, y no tenía la menor idea de qué hacer. Yo seguía paralizado cuando ella, cansada de no obtener respuesta, volvió a mirar adelante y siguió su camino. 
Bueno, esto merecía una reacción porque, me resultara fácil o no creerlo, la puerta podía estar abriéndose para ir a jugar. Le primera estrategia fue intensificar mi presencia en el teatro de operaciones y dio resultado, porque a los pocos días se repitió la escena. El problema fue el mismo que la vez anterior: yo no llegaba a saber si estaba pidiendo permiso o saludando y Serena tenía una expresividad facial que no ayudaba para nada, es más, intimidaba. Como no podía darme el lujo de cometer un error, opté por hacerme el tonto por segunda vez y me dispuse a esperar la tercera, que suele ser la vencida.
Y en la vencida vencí nomás: no bien la vi la seguí, vi que iba al auto, me ubiqué de modo que tuviese que cruzarme cuando partiese y al pasar a mi lado me miró y me dedicó una sonrisa. Pero fue una sonrisa hecha especialmente para mí, porque me había visto y tuvo tiempo para prepararla, y una sonrisa con una mirada cómplice, una mirada de vamos a hacernos un lugar para nosotros dos. Gol.
Después de dos días que duraron cien horas, volví y monté guardia cerca de su Honda y acerté de nuevo, ella vino, subió y salió justo cuando yo caminaba casualmente delante de su auto, y esta vez se sorprendió al verme. Y la reacción fue de agrado, como un reflejo le brotó, no hizo sino que le brotó la mejor, pero la mejor de sus sonrisas. Le respondí agitando la mano y con una sonrisa equivalente y cuando aun la veía alejarse, ya estaba pensando muy deprisa qué estaba realmente sucediendo. Necesitaba clarificarme todo esto porque tenía que adoptar un curso de acción.
Por supuesto extremé la actividad de los encuentros casuales y en cada uno establecía algún tipo de contacto que siempre era bien respondido con sonrisas y muecas de simpatía. No obstante, no me sentía tan seguro: no podía abordarla ahí ni en Templar, frente a los empleados y conocidos; nunca podría tenerla sola, aislada; tampoco podía provocar un encuentro, a menos que la siguiese con el auto. Y no podía hacerme la certeza de sus intenciones a mi favor: bien podía tratarse de una relación puramente laboral en la que ella, tras ver mi insistencia de más de un año, por fin decidió dejar de negarme el saludo y así poner fin a mi impiadosa tarea de provocarlo. En suma, era una situación difícil. No era de esas en que lo único que queda por hacer es atacar a ver qué pasa; acá no había tolerancia, cualquier error podía significar el acabose.
Entre una cosa y la otra había pasado casi un mes y si el asunto era en serio, yo no podía seguir dilatándolo. Tomé la decisión de atacar a cualquier precio. Y la única manera era ahí mismo, a la primera ocasión y que viese quien viese, salga pato o gallareta.
Así un día de esos, estando sentado en mi lugar habitual de Templar, entró ella, compró cigarrillos y salió. Salté y la abordé cuando pisaba la acera; tuve que llamarla –por su nombre- porque tiene un paso muy rápido y hubiese tenido que brincar; se detuvo sobre el cordón y su expresión no era la más despreocupada. Llegué a su lado y me miró:
-Hola, quiero presentarme... –su mirada, que de cerca era más hermosa que lo imaginable, se tensó un poco más- Me llamo Damián y me gustaría darte mi teléfono.
Interpuso su mano entre nosotros y exclamó:
-No –fue por lo bajo, pero no dejó de ser una exclamación-. No es así, no se confundan.
-Te pido disculpas...
Creo haber disimulado bien la incomodidad; ella siguió en tono comprensivo:
-No, lo tomo como un halago, está todo bien. No hay problema. Los saludo porque son clientes y están acá, soy muy simpática y se puede interpretar mal.
Se la notaba segura de lo que decía, pero no de sí misma. No era la persona sólida y determinada que parecía o demostraba ser. De cualquier modo me di por convencido y pasé a la salida elegante, o lo más elegante posible, porque no me sentía del todo compuesto y porque nos estaban mirando y yo era el causante del eventual bochorno.
-Te pido disculpas –repetí- estaba seguro y te digo más, hasta me sentí algo obligado.
-No, no es así. Te repito, soy muy simpática y se malinterpreta.
-Chau y una cosa... -Me puso atención- Te pido que no dejes de saludarme.
Sonrió, ya confiada, y se alejó. Volví a entrar y a ocupar mi sitio, necesitaba una silla. Alguien se me aproximó para preguntarme, no sin antes felicitarme y ponderar mi coraje. Otro vino y me contó una historia:
-La conozco desde que empezó en Cassandra y tengo trato con el dueño. Es buena chica, algo tímida, y prefiere estar sola
Yo lo miraba con interés, como para que siguiera.
-Hace como cuatro años que trabaja acá y todos allá adentro saben que anda sola; dicen que no quiere saber nada con nadie. Tenés que manejarlo con mucho tacto.
-No creo que tenga mucho por manejar –respondí con resignación- ya me dio el no.
Nadie más se arrimó, es decir que nadie más había visto. A estos dos pedí reserva y me fui a continuar mi vida.


En cierto sentido me quedé tranquilo, como cuando uno resuelve algo pendiente y se lo saca de encima. Pero como a la semana yo estaba entrando a mi coche y ella llegó caminando y pasó a mi lado. El saludo que me dirigió fue el más radiante y sonriente que jamás haya hecho. En su vida no pudo haber hecho otro igual. Era como si hubiese decidido que tanta soledad le hacía mal.
No era tan simple para mí ubicarme en el tema. Por un lado, se sabe que ante un abordaje, no todas las féminas reaccionan con justeza o dicen lo que realmente quieren; Joaquín Sabina por ejemplo, está harto de las mujeres que cuando están diciendo que sí, dicen que no. Esta era una chica tímida y por lo que parecía, susceptibilizada; podría haber recapacitado en los días posteriores y haberse sentido proclive. Como contrapartida, ella me había dejado en claro que saludaba porque éramos clientes y porque era muy simpática; y no tenía que olvidarme que le había pedido que no me retirara el saludo. Sin embargo, clientes éramos muchos y una encuesta entre todos iba a dar que no saludaba y que si era simpática lo ocultaba muy bien.
Elegí posicionarme de manera positiva, porque concluía que Serena me estaba dando elementos débiles pero suficientes para ello y porque no iba a dejar caer esto hasta estar absolutamente persuadido de que no anduviese. Sucedía que luego de tan extenuante exploración, al fin aparecía una mujer que me movilizara, que me produjera cosas, que hiciera estallar mi interno. Esas eran las cosas que me estaban pasando con Serena: no estaba enamorado ni enamorándome, pero sabía que lo haría con mucha facilidad de darme ella cabida. Y esto justificaba una estrategia a largo plazo; se me ocurría que si algo iba a pasar, iba a ser lentamente e iba a demandar mucho aplomo de mi parte. También podía ser todo lo contrario, que hubiese debido avanzar luego del primer saludo: pero un avance apresurado puede significar el fracaso irremisible, en tanto que uno pausado, preserva las posibilidades. Decidí apostar a la segunda opción.
De cualquier modo, estábamos sobre fin de año y en enero ambas empresas, la suya y la mía, estarían casi en receso; sabía que ella saldría de vacaciones y que yo bajaría  mucho la frecuencia de visitas hasta marzo. Me dispuse a la triste espera y también salí de vacaciones.


Mi corazón todavía no, pero mi atención pertenecía a Serena. A mediados de febrero fui a llevar unos diseños y almorcé en Templar; desde allá lejos a través del ventanal, mi visión lateral captó el contorno de la cabellera corta y renegrida que envolvía el cráneo de redondez perfecta. Miré de frente y fui feliz al ver nuevamente los labios gruesos y entreabiertos y los ojazos negros y chispeantes ocluyendo a la ñata indefensa; los senos, de un oscuro cobrizo a expensas del sol de la playa, saltando en el escote al apurar el tranco para cruzar la avenida. También más oscuras y cobrizas, las piernas empujaban agresivas la minifalda tableada; la hacían flamear al ritmo del paso apresurado que ya amenguaba porque estaba llegando a esta vereda y la tuve ante mí en todo su esplendor de diosa, siempre más magnífica que la vez anterior. Salvo los de algún eunuco que pudiera estar ahí, no había un par de ojos en el salón que no estuviera enfocándola y ella, advertida, acostumbrada, hacía su regreso con gloria enmarcándose en el arco triunfal de la puerta y mirando por encima de todas las miradas, olímpicamente ignoradas como era de norma, como cada uno sabía que sería.
...


sábado, 26 de abril de 2014

Aburrido

Cuando estoy inactivo o quizás aburrido, aprovecho para ejercitar el control de mi vida y me pongo a pensar en mis cosas.
Cuando estoy inactivo o aburrido y no me importa que el control de mi vida lo tengan otros, enciendo el televisor o leo un diario, para que me digan cómo se piensan mis cosas.

Saberes

Siendo todo un proceso donde lo único permanente es el cambio, en vez de saber prefiero crear. Saber suele consistir en la repetición de fórmulas aplicadas con anterioridad, es decir, antiguas. Pasado un tiempo, lo que se repite es el error. Y muchas veces, es repetir el error ajeno de quien nos enseñó la fórmula.
Para crear es necesario conocer, que no es saber: es sólo disponer de la información suficiente para orientar la creación de una solución a algo que no es lo mismo que se solucionó ayer.

Democracia

"La democracia se ha detenido en las puertas de la fábrica."
Norberto Bobbio

Pasamos la mitad de nuestro tiempo sometidos a una clara tiranía como es la del trabajo, y dedicamos la mitad de nuestras energías a la dictadura del consumo. Nacemos y morimos subordinados a un régimen político de totalitarismo plutocrático, y en el medio de todo está el televisor, repitiéndonos hasta convencernos de que vivimos en una democracia y somos libres de elegir en todos los órdenes.

Dioses

Qué maravilla sería la paz total de no necesitar creer en nada más que en mí mismo, o sea en todos los seres humanos, o sea en todas las criaturas vivientes, todos en el aquí y ahora y sin tener que buscar creadores, rectores ubicuos o jueces finales que sirvan para poder entender algo que está sobreentendido: que lisa y llanamente, nacemos de la nada, vivimos lo que tengamos que vivir, y morimos a la nada. Así, podría entregarme a labrar y disfrutar mi espacio de vida y a creer libremente en lo que quisiere creer, sin aferrarme a trascendencias anteriores o posteriores a mí mismo. El que estemos pendientes de resolver nuestra finitud sigue impidiéndonos hacer algo válido con ella, sigue sumergiéndonos en una parafernalia de simbolicidades evasivas para no terminar de asumirla.

Animales

Definitivamente me cansó esto de filósofos y psicólogos acerca de las diferencias básicas entre el mundo simbólico de humanos y animales. ¿Quién cuernos sabe qué pasa en la cabeza de un gato o de una mosca? ¿Qué humano puede desestimar la capacidad simbólica de las hormigas jefes que dirigen el funcionamiento de una colonia de miles en permanente intercomunicación algorítmica? ¿Por qué los pensadores humanos no terminan de entender que la visión antropocéntrica caducó y que la diversidad abarca todo lo que existe, y también lo que no vemos que existe? ¿O acaso no creen que existan cosas que ellos no alcanzan a ver?

Vivir el presente

Esto tan en boga de vivir en el presente, no es del todo natural y concuerda con la Posmodernidad que nos asuela: el presente perpetuo de una Humanidad detenida que parece no tener futuro. Lo único que vemos en el futuro son los pagos que debemos al banco y la esperanza de nuevos juguetes electrónicos; ni siquiera nuestros hijos representan uno genuino, porque harán en sus vidas lo mismo o menos que nosotros, se quedarán trabajando y consumiendo y criando a sus hijos en el mismo lugar de la Historia, como si no hubiese nada que crear o mejorar, como si no hubiese nada dónde ir. Y lo peor, es que quizás realmente no lo haya.

viernes, 25 de abril de 2014

VIRTUD CRIMINAL. Una novela de acción, amor y denuncia. (1988/1997/2016)


PRESENTACIÓN

 Esta novela fue escrita en 1988 y está ambientada en aquella época, en las poco seguras tierras del conurbano bonaerense (Argentina). Hoy son mucho más seguras, pero la gente no lo sabe porque los medios masivos encontraron que la inseguridad urbana es una excelente mercancía de venta.
 En clave de policial negro, observa la vida de un marginal que intenta rehacerse en medio de otra gente que intenta no deshacerse y de otros que ya están deshechos.
 En su momento, la obra denunciaba, desnudaba y planteaba cosas que eran inéditas, pero que luego fueron reiterándose por todos lados hasta convertirse hoy en trilladas. No obstante, vale publicarla como precursora y por su particularidad psicologista y sensitiva poco asociada nunca a temáticas de éstas.


1.-

El tenue sol de mediodía vuelca abúlico sus rayos verticales encima de un lóbrego edificio; un intenso frío de Julio, robando sin esfuerzo el calor a esos rayos, cala feroz a los resignados habitantes de la mole.  Tenue y frío también, el gris plomizo de paredes y ropas y cielo y atmósfera, esa atmósfera de abulia y resignación que impone sin escollos su omnipresencia. Que impregna a los habitantes de la mole, quienes sin concebir alternativa se dejan impregnar porque es imprescindible hábito, imprescindible requisito para lograr descartar, combatir lo que allí no es imprescindible: la premura.
La premura no adelanta el tiempo, sólo hace que rinda más. Pero hay quienes del tiempo no necesitan sino que transcurra, no piensan en aprovecharlo sino en transitarlo, porque no se están moviendo en la realidad sino en un limbo y ansían su final. Entonces terminan comprobando que el reloj y el calendario no se aceleran, no se trampean, que fustigan con su implacable lentitud, indiferentes al tímido desafío de la cuenta regresiva dibujada en las paredes, generalizada compulsión allí dentro de anotar los días que faltan e ir tachando cada amanecer. Solamente algunos llevan el conteo en semanas que son de siete, pero semejan de setenta veces siete jornadas, y tampoco así logran eximirse del agobio, de vivir padeciendo, y del lento consumirse de su larga, infinita ansiedad.
Cárcel es el nombre que suele recibir toda esa lobreguez; Olmos es el breve lugar que la geografía bonaerense, buscando acollararlo, asigna a todo ese gris plomo; la del ochenta es la década que consecuente, casi solidaria, desecha premuras para encaminarse hacia su final, un final que parodia –o sugiere- el de tantas condenas de tantos condenados.  Como los que hoy pueden autorizarse a recuperar la prisa, porque se van de esa masa de barrotes, cemento y aire cargado que oprime e impone esperar el día distinto que vuelva finita toda la ansiedad.
Es un día distinto. No tanto como el de la amnistía general de 1973, ni tampoco como los del ominoso amotinamiento de 1983, ni siquiera como los del tiempo de la ley de reducción de penas durante 1984. Pero sí es llamativo, porque sin que exista una causa especial, es desacostumbrada la cantidad de liberados y desacostumbrada la agitación que reina. Los que vuelven a tener prisa, ya notificados y con sus cosas empacadas, esperan el llamado final, la última vez que esos aborrecidos cohabitantes que padecen apenas un poco menos que ellos, mastiquen sus nombre y les escupan órdenes.
Los últimos generosos chorros de gris, emergiendo de las cuatro paredes que los envuelven, bañan a otros tantos de ellos mientras hablan lo que sea para amenizar los minutos de encierro que aun restan.  Hablar lo que sea no es hablar cualquier cosa: es preciso ser puntillosamente selectivo con los puntos que se tocan, si no se quiere correr el albur de exhumar porciones pestilentes del pasado o enrostrarse con las partes alarmantemente inciertas del futuro. Lo que siempre conviene es la petulancia superficial, la bravata que el propio vacío existencial exige para no salir a escena y promover la desesperación.
-¿Qué te parece Bambi? La banda otra vez en la calle, otra vez caminando... Lástima Pichuco... Hacerse matar así...
-Eso fue hace mucho tiempo, Chochi,  entendé que desde el ’83 pasaron años y que con darte manija no lo vas a resucitar. Además, mejor así, porque si salíamos a ganar con él, nos mandaba al cementerio a todos... ¿O no es así, Colino?
-Sí, creo que sí, debe ser así, ¿no Chochi?
-¡Sí, qué se yo! Pero al menos se dio el gusto de comerse un milico. Cómo le arrancó el uniforme al chancho ése y con los jirones lo ató y le metió el cable...
-Y eso le costó la vida.
-Sí, tenés razón, a Pichuco le faltaba viveza para poder vivir mucho... ¡Baah! Ahora lo que importa es que salimos y no es cosa de largarse a hacer cualquier pavada. Hay que ganar mucha plata sin tener que volver acá. Yo ya soy grandecito y voy a hacer las cosas bien. ¡No me va a tumbar cualquier vigilante otario!
-Chochi, estás gritando.
-Mirá, Colino, yo no soy de los que se ablandan por estar acá adentro; lo único que esta tumba me cambió es que no quiero volver, así que antes de que me agarren, me hago matar. Ningún cana va a tocarme nunca más ni voy a estar encerrado en ningún lado que no sea el sobretodo de madera. 


El mismo tenue sol de mediodía volcando plácido sus rayos verticales encima del elegante vecindario; intenso frío que robando sin esfuerzo el calor a esos rayos, intenta en vano calar a los habitantes de viviendas acogedoras. En nada tenue ni frío el colorido variopinto y diáfano posado en paredes, ropas, cielo y atmósfera, una atmósfera de confortable sosiego que extiende sin sobresaltos su omnipresencia. Que contiene el discurrir de lugareños que sin concebir alternativas que puedan arriesgar lo inmejorable, se dejan contener con la hedónica complacencia de quien descarta premuras.  Porque no están esperando, no están padeciendo condiciones de vida donde agobio y ansiedad puedan ser relevantes; acaso un estorbo, pero jamás una constante.
La posición acomodada no aventa todos los males de la vida, pero se encarga de muchos; tampoco garantiza salud, amor, felicidad y tantas otras quimeras que afiebran a los humanos; pero con lo poco que es capaz de dar, resulta mucho mejor que cualquier otra posición posible. Sin ser siquiera amateur en filosofía, él ha comprendido eso desde temprano, para luego resolver que treparía el mundo hasta donde le fuese asequible, tal vez hasta un vecindario como éste del que ahora sale, hipnotizado por la fascinación de poseerlo, de haber llegado.
            Veinte años como abogado no tienen por qué proveer el dinero para un triunfo así, aunque todo depende de cómo se los haya empleado: hay personas que no desperdician su tiempo, que no piensan en transitarlo sino en aprovecharlo.



Es en cierto modo insensato, casi risible, decir que un guardiacárcel está del lado de afuera porque a todas luces está adentro, está en la cárcel. Tal vez no esté tan adentro como los presos o esté menos en la cárcel que ellos, pero no es más que una cuestión de grado. No es que esté mal o esté bien, simplemente es así y seguirá siéndolo mientras ellos, ambos bandos, deberán seguir inmersos en la mutua influencia vital y el componente amor-odio de una relación tan cercana.
-¡¿Qué carajo les pasa a Ustedes, tienen ganas de armar candombe también el día que se van?!
Es evidente que no es la fase de amor la que este guardia está atravesando. O quizás sí lo sea y ofendido por la falta de correspondencia, decide ensayar tácticas más sutiles:
-¿Qué te pasa, Balbuena, querés hacer un motín vos solo... o no podés adivinar con cuál vas a encontrar a tu mujer cuando llegues de sorpresa a tu casa?
Al tiempo que se le anuda el estómago y las sienes parecen estallarle, Balbuena le da la espalda y apoya los codos en una litera alta. La lucha interior por ignorarlo, por no reaccionar, lo hace temblar.  El cuarto preso presente, el que no ha hablado, entonces lo hace:
-No pasa nada jefe. La alegría nos pone nerviosos.
La sumisión hace su efecto y el uniformado gira y se va. Tras oírse el golpe de la puerta del pasillo, Balbuena gira crispado, balbuceante:
-Ese mal parido... se cansó de verduguearme... –Respira profundo, tratando de recomponerse; enciende un cigarrillo, haciendo que la primera bocanada sea un huracán en sus bronquios. Mientras exhala, saca la vista del techo y la coloca en sus dos cofrades. –Pero que no se me cruce afuera, porque... –No quiere levantar la voz. -...porque ahí nomás, donde lo veo, lo hago mierda.  –Vuelve a temblar.  –Yo no lo voy a buscar, pero que no se me cruce. ¡Que no se cruce!
Bambi llega hasta él para palmearle la espalda.
-Calma, Chochi, te ponés nervioso al divino botón. Aprendé de Prinje, que siempre salva las cosas con tacto...
-¡Sí, salva las cosas dando el culo y franeleando a esos vigilantes! –Vuelve a darles la espalda, insistiendo en sopletear sus pulmones con humo de alta velocidad.
El aludido, sin descuidar su silencio, insinúa una sonrisa de lado. Es un gesto para los dos que lo observan, para hacerles saber que da por terminado el asunto. Sentándose en la litera que tiene atrás, se resigna por enésima vez a la sensación dispéptica que le obsequia la naturalidad de estos tipos en medio de su presidio, como si todo fuese bueno o corriente allí para ellos, desenvolviendo sus vidas como peces en un agua familiar, cuando para él todo eso es un infierno total.
Prefiere pensar en que saldrá libre, que terminó su encierro de tres años, como más o menos corresponde al delito de encubrimiento que la justicia, o la policía, el sistema en suma, le achacó. Puto sistema. Su naturaleza no es eufórica, pero se  siente regocijado, entusiasmado. Se le ocurre que esos tres también, pero de una manera diferente, que en lugar de entusiasmarse a causa de terminar con esa situación asquerosa,  se están alegrando porque volverán a delinquir.
Deja que Balbuena le atraiga la vista, que como cada vez, se clava en las cicatrices de cuello y brazos, en tanto la imaginación completa el cuerpoentero de cincelada delgadez plagada de antiguos cortes de preso psicópata que elige hacerse oír mediante el autoflagelo.  Casi 35 años de exudar superávit de agresividad mal encarrilada, de confeccionar y relatar una épica personal que era francamente conmovedora, que conmovía no tanto hasta la médula pero al menos hasta la espina dorsal, cuando la turbación experimentada hacía que un escalofrío la recorriese. –“Nene, yo perdí dos veces de menor, por robo; me cagaba de risa, porque salía en días. Perdí otra vez a los 19 años, ya era mayor, así que me metieron acá adentro; hice relaciones y cuando salí con todos en el ’73 enganché enseguida de custodio; andaba bien calzado y tenía banca política. Hacía lo que quería, claro que de vez en cuando tenía que obedecer a mi jefe. Con Pichuco y estos dos nos robábamos todo. ¡Qué época! Cuando las papas quemaban nombrabas al diputado o al intendente y un poco más te ponían alfombra roja. Lástima que en el ’76 me quedé sin padrinos... Acá me tenés.”
            Ahora mira a Bambi, Tonioni de apellido. Verlos por última vez, uno por uno, para terminar de grabárselos en la memoria porque cosas así no deben olvidarse. Y tampoco conviene, dado que en cualquier otro momento pueden volver a verse esa frialdad lúcida y esa cínica serenidad, pero en contra de uno, puede suceder que ese rostro extraño de ojos muy juntos o nariz muy ancha, junto con las pronunciadas entradas en el cabello negro, la mancha del lupus dibujada sobre la piel lechosa y esa impresión como de invulnerable que ofrece el físico fuerte y retacón, no se presenten tan amigables o neutros como ahora. “Yo son más inteligente que el Chochi, por eso dejo que crea ser el jefe. No vayas a pensar, Prinje, que le tengo miedo; lo que pasa es que estoy con él porque me conviene. Pensá un poco: él es el que va al frente siempre, yo lo uso de escudo; así puedo rajar o abrirme de patas o si algo se pone feo, enfilar para otro wing. El problema es que le gusta tirar y a veces mata a alguien, pero qué se le va a hacer, hay que tomarlo como es.”
            Al otro no lo mira; no hoy, no lo resistiría, se deprimiría. Ese es un recuerdo que no quiere llevarse, no desea enchastrar su mente con una imagen denigrada. Buscando evasión, se pone de pie y enfila a agarrarse de los barrotes de la puerta, entre los cuales enfoca los de un tragaluz alto y a través de éstos, el cielo opaco y nuboso. No sabe si cuando se va a nacer pasan por la cabeza las escenas descollantes de la vida previa, tal como sucede cuando se va a morir; estima que sí, porque se siente nacer a una nueva vida y están desfilándole por dentro las tomas más fuertes del largometraje patibulario que lo tuvo por protagonista, en la parte interna de su frente se proyectan la tristeza, la angustia, la soledad y la desesperación de algunos momentos vividos. Su paso por uno de los infiernos concluye –él ya tiene la convicción de que existen varios- ha finiquitado.





El giro suntuoso del Mercedes Benz gris plata provoca más embeleso en el abogado. La aceleración por Avenida del Libertador sumada a la ondulación de Strauss en los parlantes más el mecimiento de la suspensión De Dion y la calidez del tapizado en cuero,  la privacía del tonalizado de cristales y varios etcéteras, formulan una combinación mágica que lo arroba mientras él se entrega empedernido a la tarea de dejarse arrobar en el mundo aparte que supo proveerse.
Da buen sentido a la vida el tener mundos aparte, transitar caminos propios y excluyentes, la trama de una aventura íntima que da el mejor sabor a la existencia si además facilita el dinero para condimentarla; que permite ganarse el sustento haciendo lo que a uno más le gusta, gratificarse trabajando y al mismo tiempo haciendo fortuna. “Claro, esto no es para cualquiera –piensa  para aumentar el placer de la travesía-, es privilegio de unos pocos y el resto, lamentablemente, tiene que soportar lo que esos pocos no soportamos. Bueno, así se reparten las cosas en el mundo, yo no inventé el mundo ni lo hice funcionar así, solamente aprendí como funciona mientras los otros no lo aprendieron, no tengo la culpa de ser más vivo. Hay quienes nacen para trabajar y quienes nacen para disfrutar, es el equilibrio ecológico o algo así y en esta parte del mundo, la ecología es muy particular, no es como se ve en la televisión o se lee en los libros; es como se leyó en ese cuento de Rodolfo Rabanal que se refería a Latinoamérica y decía, tenés que enmarcar esa frase, decía “sitio donde el trabajo es castigo y el crimen una norma”. Pero claro, comprender eso y practicarlo es para iluminados, somos muy pocos, y así debe ser. Y pensar que hay abogados viejos que están trabajando a sueldo y otros que jamás se atrevieron a hacerse penalistas y de los que se hacen, están los que no se animan a tener clientes fijos. Por suerte hay tantos que violan la norma... “el trabajo es castigo, el crimen una norma”, sí, la vas a enmarcar.”




Sus cavilaciones se ven interrumpidas como si las hubiera seccionado un machete.
-Che Prinje...! –grita Balbuena, los ojos frenéticos debajo del agitado cabello prematuramente encanecido.  Torso erguido, pecho afuera-.  El abogado que te conté, conviene.  Es un vivo.  Me falta gente para la banda, tres somos pocos.  Viene a buscarnos hoy y nos lleva al estudio;  venite con nosotros.
-No, yo ya tuve suficiente, ofrecéselo a otro.
-Pero no seas pelotudo, te estoy ofreciendo la papa y la despreciás!  Vení aunque sea para mirar, quién te dice que al final no te interese.
-Lo pensaré después...  puedo aprovechar el viaje, en todo caso.
Ruido de la puerta del pasillo al abrirse y de pasos desordenados de borseguíes acercándose y el obsceno color plomo que asoma prepotente envolviendo adustos guardianes. El gran momento llegó; maquinalmente, van tomando sus bártulos y simultáneamente, un oficial va hablando:
-Atención!  A medida que los nombro, dan presente...
-Boludo, como si nos conocieses –comenta Balbuena por lo bajo, pero para ser oído.
-Torres, Pablo Higinio.
-Presente.
-Colino –agrega Balbuena, a modo de corrección. El oficial se limita a continuar:
-Tonioni, Pedro.
-Presente.
-Bambi –acota Balbuena.
-Balbuena, Esteban José.
-Chochi –es la respuesta.
El oficial sigue marcando su lista, aplomado.
-Springer, Damián.
-Presente.
-Prinje.  Prinje! –Esas ganas de camorrear, Balbuena.
Tomen sus pertenencias y salgan en orden al pasillo –finaliza el oficial color plomo.
Y al asomarse Balbuena se encuentra frente a frente con el suboficial que no tenía que curzársele y tras buscar detrás de sí a un espectador y hallar a Springer, arranca sonoramente un escupitajo de su aguardentosa garganta esmerilada a cocaína y humo de tabaco; y gracias al empujón que Springer le da en la vehemente cabeza, lo que finalmente escupe es la pared del corredor en vez de la cara del guardián, es decir, que logra continuar su camino de salida en vez de quedarse a disfrutar del gris plomizo vaya a saberse por cuanto tiempo más.  



Siente de pronto que el habitáculo está demasiado caldeado y decide regular el aire acondicionado.  Hace salir el Mercedes de la General Paz para introducirlo en Lugones. Al parar en el semáforo de La Pampa recuerda que Balbuena le habló de un interno que conoció allá. Podría ser útil, podría serlo... se esfuerza en pensar; pero lo absorben la prisa y Strauss.
Pasa Retiro, la avenida Madero-Huergo, el puente Pueyrredón, entra en el Acceso Sudeste. Como el reloj del tablero confirma su sospecha de que es tarde, pone el velocímetro a 140.  Balbuena le dijo que el tipo era “canchero, pesado”.  Buenas características, podría resultar interesante... sobre todo por sus antecedentes laborales. Voy a tratar de llevarlo al estudio con los otros y ver sus reacciones. Vale la pena el eventual riesgo.
El camino Calchaquí lo obliga a circular despacio y el cruce de Florencio Varela le libera la velocidad. Sí, valdrá la pena. Tres años adentro... tiene que haber sintonizado la onda.
Toma la solitaria ruta que lleva al penal.  Llega y ve la cantidad de familiares que esperan.  Parece que son unos cuantos los que salen hoy... Interesante para el negocio, pero no podrías con tantos.  No.  Es preferible pocos, pero poder manejarlos.
Estaciona, toma el sobretodo y se apea. Echa llave y se calza el abrigo. Se lo abrocha mientras camina hacia la puerta principal con la ampulosa altanería que se supone debe identificar a un prominente abogado.
De apariencias también se vive.




-Ahí está el boga, es el pelado de sobretodo marrón –indica Balbuena a nadie en especial.
Trasponen el portón y quedan en pleno uso de su libertad. Springer  experimenta un cierto impulso, pero se sofrena recordando a la mujer de Lot; no obstante el impulso acaba venciendo y lo hace volverse para mirar atrás, para ver desde afuera ese ominoso pasado reciente donde dejó toda su vida anterior. La irrupción de Balbuena le hace el favor de sacarlo de esas ideas.
-Te presento al abogado.
-Encantado. Doctor  Fabián Olaguer.
Afectación por doquier en ese gordito de calva brillante y cinismo prolongado. Conoce de sobra la especie y de cualquier modo no le preocupa, no piensa relacionarse con él. Cumple la formalidad de presentarse, posando la mirada en ese rostro flojo y sospechable; y como debajo no hay ninguna mano tendida, tampoco alarga la propia y se limita a pronunciar su nombre en tono aséptico.
-Springer... –repite el abogado como si pensara en algo, y levanta mucho la vista para mirarle los ojos claros, casi verdes, y el gesto duro de entrecejo firme y labios tensos. --¿Por qué es tan serio, mi amigo... puede ser el hambre, no? Está flaco. Springer, rubio, alto, serio.  Alemán o algo así, no?
-Algo así.
-Quisiera saber algo de Usted, ya que voy a ofrecerle el viaje en mi auto.
-Bien, ese viaje me interesa –convino Springer, tratando de aparecer seco-. Padre alemán, madre criolla y viuda, 33 años, buen nivel cultural, pésima situación económica, casado, una hija; esto ya parece una solicitud de empleo. ¿Remuneración pretendida?: Ninguna, porque no tengo pensado pedirle empleo.
Sin acusar recibo, Olaguer da por terminado ese diálogo e invita a los cuatro a su automóvil, encaminándose en punta. Tras cerrarse las puertas, el anfitrión pone música y calefacción y los insta a disfrutar su retorno a la civilización. Springer comprende que debe intentarlo, pero no consigue evitar que su cabeza regrese intermitentemente al agujero de donde acaba de salir, que le repita insistentemente que nunca más debe regresar y que para eso, tendrá que cuidarse mucho.
No está empezando bien: sabe que no es cuidarse el estar en este auto.




Con apenas dos yemas rozando el plástico exterior del volante, logra hacerlo girar unos veinte grados para que la dirección hidráulica se ocupe de sacarlos de Paseo Colón y hacerlos vadear la Casa Rosada. Al verla, Balbuena emerge de su arrobamiento:
-Viva la democracia! –Los puños levantados y vibrantes, como quien grita un gol. Gira la cabeza buscando a Springer: -A vos te gustaban más los militares, no?
-A mí no me gusta ninguno, no me gusta ningún ladrón –lanza sin quitar sus ojos de los mástiles de barcos anclados en el puerto.
-Pero si vos sos un ladrón, o no?
Springer le dirige una mirada de sorpresa y luego vuelve a los mástiles:
-Bueno, no me gustan los ladrones con tanto poder, eso es competencia desleal.
-Quiere decir que te gustaría estar en el lugar de ellos.
-Puede ser, pero no tengo la especialidad. Para estar ahí tenés que ser un ladrón especializado y eso lleva muchos años de práctica. Bah, por ahí todavía estoy a tiempo.
Olaguer mete el auto por Córdoba y oye a Balbuena dirigírsele:
-Usted viene dulce tordo, no? Terrible checo, flor de jetra.
-Si vamos a trabajar juntos, empecemos a entendernos. Yo no soy tordo, soy doctor. Ni tordo ni boga, ni siquiera abogado; tampoco Olaguer. Acostúmbrense a nombrarme como “el doctor”, esté o no presente. Es por precaución.
Balbuena lo observa con expresión entre confundida y sorprendida.
-Y si tengo mucha o poca plata, no es asunto de Ustedes. Tienen que aprender a respetarme porque no admito otra forma de trato.
La tensión ha subido mucho y como temían Tonioni y Torres, la explosión de su líder no se hizo esperar:
-Oiga abogado, no quiero que se equivoque conmigo... Ya sabe quién soy. Quiero trabajar con Usted, vio, pero sin que se pase de vivo!
-No tiene por qué haber problemas entre nosotros, Balbuena. Lo que busco es que cada uno ocupe su lugar. No quiero quitarte tus atribuciones de jefe, pero quiero para mí las de organizador. No quiero ser el jefe, pero sí voy a ser el cerebro.
Segundos, medio minuto, un minuto quizás:
-Sabe una cosa tor... doctor? Usted me gusta y lo entendí bien. Yo voy a ser el jefe y Usted va a ser el cerebro.
Olaguer asiente mientras el ambiente vuelve a la normalidad. Levanta la música como ahuyentando los deseos de hablar de sus convidados y presta atención a la ligera congestión de tránsito del fin de córdoba y comienzo de Alvarez Thomas. La recorre casi toda y gira, frenando dos cuadras más adelante. Todos bajan y quedan ante una casa vieja y algo reacondicionada, sin aspecto o placa que la señalen como estudio jurídico.
El abogado abre sin usar llave y cruzando una antesala, entra al despacho que tiene una estufa y una cafetera, ambas funcionando. Cuando Springer evaluaba que debía haber una secretaria, Balbuena dice:
-Parece que su secretaria es buena, doctor. Le dejó todo listo y se fue no?
-No hay secretaria. Tengo un ayudante y sí, ya se fue.
Pasa al otro lado del escritorio, amplio y opulento, y se acomoda en un sillón con cabezal y posabrazos. Apunta con el índice a Balbuena:
-Aunque hubiese sido mujer, vos no te hubieses fijado en ella, ¿estamos? Afuera sobran las mujeres y si trabajás conmigo, muchas van a ser tuyas. Ya que estamos hablando de plata, vayamos al asunto. Siéntense.
Springer concluye que los sillones son bastante buenos y aprecia su tapizado en cuerina granate; otea los dos armarios de madera enchapada y el prolijo empapelado de las paredes. Se acomoda a sus anchas en uno de los asientos y ve que es tan mullido como decía su apariencia. Desea café caliente, pero no quiere pedirlo.
-Lo que tengo para proponerles... –tres golpes en la puerta interior; no contesta sino que pregunta: -¿Goitía?
Una voz masculina dice que sí.
-No –le replica Olaguer-, ahora no. –Y volviendo a su auditorio: -Lo que quiero proponerles es que operen con mis datos y mi protección legal. Además dispongo de armas, viviendas y todo lo demás de logística, pero sobre todo, información de primera: asaltos, contrabando, droga y hasta quizás un fabuloso secuestro. Una cosa tiene que quedar clara: el trabajo será en grande, solamente en grande, nada de chicaje, no vamos a malgastar nuestra suerte en asaltos a quioscos o taxis ni se van a meter en ninguna casa a robar televisores o violar mujeres. Nada de estupideces; harán únicamente lo que yo les de y luego se quedarán quietos a la espera de mi próximo llamado, algo así como un contrato en exclusividad. Por otro lado, la policía no sirve como antes; desde que comenzaron las campañas de derechos humanos perdieron la picana eléctrica y la declaración indagatoria y como no saben investigar sin hacer confesar, no trabajan más que lo inevitable y a desgano. Si llegan a ser detenidos in-fraganti pueden quedarse tranquilos porque será la palabra de los policías contra la de Ustedes y el juez tendrá que desestimar la detención. Y si me avisan enseguida, estará la posibilidad de que yo vaya rápido a buscar un arreglo; por supuesto, la plata que eso cueste la financio yo pero tienen que devolverla después. Pero no se preocupen, que conmigo trabajo no les va a faltar.
-¡Faaa... esto es el paraíso! –celebra Balbuena.
-Pero no todas son rosas, –acomete Olaguer alzando la voz-, tampoco están diezmados y siempre está la posibilidad del enfrentamiento, y ahí siguen siendo peligrosos como siempre porque siguen sin respetar las reglas. Los derechos humanos todavía no consiguieron neutralizarlos en eso. Además, quiero que eviten el enfrentamiento, eso no es un deporte, Balbuena.
-Esos de los derechos humanos me empiezan a gustar –desliza un irónico Tonioni.
-Por ahora nos convienen, nos cuidan de los abusos de la policía y de las distracciones de los jueces, pero pueden volverse en contra. No están de nuestro lado, no se engañen. Si la misión de ellos se cumple totalmente, la policía y la justicia se ajustarían demasiado a la ley y trabajarían en serio. Lo mejor que nos puede suceder es que sigan en la lucha pero sin avanzar demasiado.
-¿Entonces qué son, amigos o enemigos? –inquiere confuso Torres.
-Para Ustedes no son nada. El único amigo que tienen soy yo y todo el resto es enemigo. Si entienden eso, todos nos beneficiaremos a lo grande. Acomódense que les sirvo café.
-No para mí –dice Springer, nauseado por todo lo presenciado.
-¿Que pasa, no te gusta el café?
-Antes me gustaba, ahora no.
Vuelven a sonar golpes en la puerta interior y Olaguer vuelve a responder con una pregunta:
-Goitía?
-Sí –vuelve a oírse.
-No, ya te dije que ahora no; sigo ocupado –dice apurado y de inmediato se pone a servirles el café.
Springer lo mira hacerlo, en tanto lucha por controlar la contractura que se le ha hecho en la nuca. Bobo, ese viaje en Mercedes te va a complicar las cosas. Te hubieses tomado el colectivo, que igual iba a ser un Mercedes Benz.

...


            Acariciado por un sol fuerte como para hacer brillar las minúsculas gotas que la escarcha dejó en el césped, Springer termina de cruzar la calle y pulsa recatadamente el timbre; contrariamente a su deseo, los arrumacos del sol no logran relajarlo. No desea pasar por esto pero no tuvo manera de resistirse a ver a su hija, no encontró la forma de convencer a su corazón de que siguiese postergando un contacto tan reclamado; tampoco de que demorase el otro contacto, el temido, pero que tenía que cumplir para regular en algún sentido su estado sentimental. Tiene que ver a su esposa al menos una vez, verla desde la distancia que han puesto los últimos días y, aunque no termine de admitirlo, la que puso la presencia de Chela; Chela es muy importante en su vida puesto que él ha decidido que ya tuvo soledad para saciarse y aunque no sabe bien qué siente ella, está seguro de que por un buen tiempo la tendrá a su lado. Además, lo que resuelva determinará la futura relación con su hija, ésa que está viendo venir para abrirle la puerta.
            Sus manos están vacías porque ignora qué golosinas le gustan a la nena y no es de los que regalan lo que venga; lo están también de amor, porque no se construyó una relación suficiente entre los dos. Sí hay mucho afecto, mucho cariño, y de pronto comprende, visualiza lo que será, todo lo que podrá ser la relación entre ambos: un formal vínculo padre-hijo, donde cada uno podrá decir que tiene al otro, donde no estará ausente el cariño y el compromiso y donde en un futuro lejano podrá haber hasta una amistad; vale decir, sólo un vínculo formal. No ve allí la viabilidad del amor, de la entrega mutua, porque no estará lo convivencia, porque no habrá dependencia, porque sí habrá otro ocupando el lugar del hombre y porque no habrá, de esto está también seguro porque acaba de entenderlo, de sentirlo consolidado en su interior, no habrá el vínculo afectivo con la madre. Acaba de entender que con ella no podrá haber más que otra relación formal porque hay una historia compartida y hay una hija, pero además hay una traición, hay la maldad de presentarle su abandono como un hecho consumado, de hacer las cosas de modo definitivo, irreversible. Que esa deslealtad él puede encajarla sin dificultad en lo que conoció siempre de ella, en lo que ella es como persona; que no hizo nada diferente a lo que sabe y puede hacer y además que lo volvería a hacer; y que todo eso fue injusto, terriblemente injusto porque ella supo siempre cómo habían sido las cosas con su encarcelamiento y no le importó, como nunca le importó nada más que su voluntad y su capricho; y que afortunadamente le sucedió esto y puede liberarse de una mujer negativa, si en suma ella nunca fue capaz de valorar las cosas y al final él estuvo dándole perlas a los chanchos con esa mina; y que por todo eso esta situación no tiene retorno y se puede ir todo ya mismo a la putísima madre que lo parió. Sol do.
            De vez en cuando la vida –bien vale usar la frase- reserva sorpresas gratas, como esta de que a Springer le resultase tan fácil, tan inesperadamente fácil echar la tonelada que lo estaba aplastando con toda la fiable amenaza de quedarse ahí arriba por mucho tiempo; la intensidad del alivio que está vivenciando sólo es comparable al agobio que traía al llegar  y no siente ya la necesidad de escapar como la sentía en otro tiempo, cuando estaba allá en aquel otro agobio. Por supuesto no se le olvida que donde hubo fuego cenizas quedan y que esta movida quizá traiga sus remezones, pero está conforme con el avance. Consigue juguetear sin pesadumbres con la niña, consigue pactar sin dificultad un régimen de visitas y una cuota para alimentos.
            -¿Cuándo puedo venir a buscar mis cosas personales?
            -Te las puse a todas en unas cajas, están bien conservadas, vení cuando quieras.
            -Veo que planeaste todo con cuidado...
            -No me jodas.
            -¿Te llama mi abogado o me llama el tuyo?
            -Tomá el teléfono del mío –ofrece ella.
            Consigue también terminar sin rabia el café servido en su antigua taza favorita y para sellar con un símbolo eficaz su nueva vida afectiva, condena esa taza al cosaco destino de ser arrojada hacia atrás por encima del hombro y con fuerza, para que se haga añicos igual que sus falsas ilusiones.
            Ellas y la taza, ya no tenían razón de ser.


            La oficial inspector Noemí Goresnik está muy molesta con el cariz que adquirió esta tarde de miércoles. Como su apellido polaco refiere, es una rubia cenicienta de ojos verdes, en los cuales parece haber depositado toda la desolación que un furioso vendaval de complicaciones le trajo justo cuando empezaba a creer que podía con su pila de trabajo pendiente. Como jefa del servicio de calle de la comisaría, sobrelleva una carga doblemente pesada:  los rigores de un puesto duro, y además demostrar que una mujer puede hacerlo, porque ella es la primera en acceder a una posición eternamente pensada para varones. Posición que le evita ser víctima de la vorágine papelera como los demás oficiales, pero la obliga entre otras cosas a encargarse de la investigación en los delitos graves; y eso es lo que está haciendo ahora a bordo de ese bólido con sirena: va a uno de los dos antiguos frigoríficos ubicados a la vera de la Ruta 9 vieja, porque ahí funciona un remate de carnes y acaba de ser asaltado, pero no asaltado así nomás, sino con una ametralladora UZI. Es poco lo que sabe del asunto, sólo lo que puede contener un escueto llamado telefónico hecho desde el lugar una vez que los asaltantes se fueran y hecho por el policía que estaba de vigilancia y que como dijo, pudo hacer el llamado porque además de no vestir uniforme, se quedó absolutamente quieto durante el asalto. Pero muy pronto va a saber todo lo demás, porque el fétido olor que hoy al igual que cada día de los últimos decenios inunda la zona –menos mal que es invierno, se dice, porque esto en verano es terrible- le anuncia la proximidad del frigorífico. Tras el puentecito sobre el arroyo “Las Tunas”, el chofer volantea a la derecha y apagando el ulular –bien llamado “rompetímpanos”, piensa Goresnik- hacen una entrada que no podría decirse triunfal pero sí recia, al establecimiento faenador.
            -Y, una metra es una metra –arguye como manera de justificar su inacción el policía que sigue estando vivo para contar lo que está contando-. Un loco hijo de puta, canoso, seguramente enchufado con falopa, entró tirando una ráfaga al techo, mire inspector, ahí están los balazos en la loza –guía apuntando con el dedo- y por allá tienen que estar las vainas servidas. Fue una ráfaga corta, como para que se entienda la cosa, y después gritó que todos contra las paredes y como quería más velocidad, tiró otra ráfaga. Lo del cajero fue mundial, para que se apure a entregarle el efectivo, otro chorro, no el de la metra, uno más gordito, con manchas rojas en la frente, le puso un revólver 38 al lado de la oreja y tiró; el pobre se agarró la cabeza pero enseguida se apuró a llenarle la bolsa. Hizo bien, eran tipos terribles, jefa. Había uno más, flaco y de pelo enrulado, debía ser el chofer porque se quedó más atrás, incluso como de campana; ví que se fueron en un Torino cupé marrón, pero no alcancé a tomarle la chapa.
            -¿Era una UZI? –quiere certificar Goresnik.
            -Sí, por supuesto. Idéntica a las nuestras.
            -¿Qué otras armas había?
            -Eso lo vi bien. El loco llevaba además de la UZI, dos Browning nueve milímetros calzadas al revés en la cintura, una a cada lado como para arrancar tirando con las dos manos juntas, un tipo muy peligroso. El otro tenía el 38 en la mano y una nueve en la cintura, llevaba la campera desprendida, es lógico. El tercero tenía una 45, o sea una 11.25, alcancé a verle el seguro de empuñadura, quiere decir que era Colt. Es mucha ferretería.
            -¿Hay algún herido?
            -Al cajero le quedó doliendo mucho la cabeza por el ruido del disparo, lo hice llevar a la clínica; los demás estamos todos bien. Si quiere saber cuánto se llevaron, le doy con el gerente.
            -Bueno –dice abstraída Goresnik. Está pensando en la UZI robada ayer en Accassuso a dos policías asesinados.


            Para ir con rapidez desde Las Tunas a Benavidez todo lo que hace falta es una buena acelerada por la ruta 9 y sin meterse por la avenida Henry Ford, única posibilidad de error para quien no conoce el área. Pero quien la ha transitado, como Torres, necesita entre cinco y diez minutos –según su humor para dialogar con un motor Tornado de siete bancadas- y estará en destino, dentro de la casilla, contando la plata del botín con sus incondicionales.
            -La boca se te haga a un lado –le dice a Tonioni cuando éste comenta que el conjunto de sus armas puestas sobre la mesa tal como las han dejado, está para la foto periodística del procedimiento policial.
            -Fuera de joda –insiste el Bambi-, una metra, tres nueve, un tres ocho y una cuatro cinco no es moco de pavo.
            -Así pareció hoy en el frigorífico –tercia jactancioso Balbuena- porque nadie movió un pelo. ¡Al que se le movieron solos los pelos fue al cajero ése que le tiraste en la oreja, ja-ja-ja!  Che, Colino, acá tenés la parte del doctor –arrimándole un envoltorio en papel de diario atado con la piola de una caja de pizza-; van a ser las ocho, así que andá a la ruta a encontrarte con Goitía.
            -¿Yo solo?
            -Sí, yo no tengo ganas de moverme –dice Balbuena.
            -Yo tampoco –se adelanta Tonioni.
            -Estoy pensando, Bambi –comienza Balbuena tras la salida de Torres- que si el tordo llega a la conclusión de nuestra intervención en lo del bajo de Libertador, va a querer sacarnos los fierros, la tartamuda, ¿viste?
            -Y bueno, qué se yo, se la discutimos –opina el otro.
            -A esta altura y con esta ferretería, yo se la discuto a los tiros –resuelve el Chochi.
            -Sí –coincide Tonioni-, total las armas las tenemos nosotros, ya son nuestras. Y me pareció que el tío se pasó de vivo el otro día, no me gustó cómo actuó, me rompió los huevos, te voy a decir.
            -También a mí –acuerda Balbuena-, pero por ahora nos conviene, fijate que hoy hicimos un pedazo de guita. No sé, se me ocurre que sigamos y cuando deje de gustarnos, estudiamos una solución. Seguramente vamos a tener que hacerle la boleta, qué se va a hacer. Pero no nos apuremos.
            Torres está entrando, de regreso de su cita con Goitía, y al mismo tiempo está informando:
            -Todo bien, le dí la guita, la contó y se fue.
            -¿Dijo algo de las muertes de ayer? –inquiere Balbuena.
            -Nada.
            -¿Y no dio instrucciones para otro trabajo?
            -No. Que nos quedemos quietos y que el viernes llamemos por teléfono.
            -Dos días de franco, ese es un patrón. Bueno Colino, andá a comprar comida y traeme veinte mogras de blanca. ¡Que sea de la buena, eh!


            El frontispicio del chalet que habita Olaguer tiene una serena belleza que no puede ser opacada ni por la rechoncha figura de Goitía recortándose entre las columnas cónicas de la galería y contra el lustre dorado del barniz de la puerta, ni por la despintada imagen del Fiat 125 que dejó estacionado al otro lado de la reluciente verja de estilo. La fina habilidad en la disposición de la vegetación circundante –escasa pero significativa, palmeras incluídas- y de las lámparas y reflectores que alumbran el cuadro, suministra el encanto, el componente impalpable y consistente a la vez para que se cumpla la primigenia intención de lograr categoría.
            El abogado hace entrar a su colaborador y recibe en sus manos el dinero recogido, preguntando con una pizca de nerviosismo:
            -¿Y, todo fácil, sin discusiones o cosas así?
            -Todo bien –afirma el otro.
            -Perfecto. Ahora leéte el diario, ese asunto de cinco homicidios en Accassuso, ayer al mediodía.
            -Ya lo leí, ¿qué puedo decir?
            -Vos nada. Yo sí. Digo que estos infradotados no sirven para mis fines organizativos. Voy a usarlos un par de veces más, para unas cosas difíciles que hay que hacer, y después les voy a dar disposición final. No puedo operar con psicóptas como esos, son un riesgo muy grande.
            -¿Disposición final? –desliza Goitía, exagerando su asombro.
            -Sí, es algo que tengo que aprender a manejar. Entregárselos a ciertos policías para que los pasen a mejor vida.
            -Disposición final... ¿Por qué no dice directamente boleta? Si éstos tres ya son boletas caminando, con todos los homicidios que vienen juntando. Se los da a una brigada de investigaciones, que no les van a dar la voz de “alto quien vive”. Más bien les van a decir “quién vivía”.
            -Te imaginás que yo no voy a dar la cara para una cosa así.
            -Sí, ya sé, para eso me paga a mí –sintetiza Goitía-. Déjeme ir viendo con quién se puede hablar, eso no es para ofrecérselo a cualquiera. Y cuando Usted crea que es el momento, me avisa y preparamos todo.
            -Correcto. Pero cuidate muy bien de mantener mi nombre fuera de la cosa.


            Al llegar el miércoles a mi trabajo, encontré sobre la mesa un matutino de ese día. Me vendría bien para entretenerme un rato. Organicé mis cosas como de costumbre –ya tenía hecha una costumbre- y tomando mates casi tan buenos como los de mi madre, me puse a hojear. Llego a la página policial, leo un titular y parte de la nota y otra vez el mate perdiendo su sabor. Hijos de puta. No había descripción física ni mayores datos; locos sueltos hay muchos; pero de cada palabra de esa nota me llegaba un extraño fluído, algo imperceptible que me hacía entonar Balbuena-Tonioni-Torres como un estribillo. Arrojé el diario, respiré hondo un par de veces y al volver a libar, el gusto se había corregido. Pensé en mi franco: hacía ocho días que estaba metido ahí y quería una noche libre para salir con Chela porque eso de andar por los hoteles de tarde y a las corridas, francamente...
            Llegó Caballero y lo encaré: obtuve el descanso para la siguiente guardia; también le pedí plata y me la dio, casi toda la que había ganado ya. La embolsé, firmé el vale y calculé: suficiente para dar algo en casa, comprar alguna ropa y hacer una buena salida nocturna con Chela, una salida con cena, una película y esas cosas.
            Me apresuré en llamarla antes de que saliese al trabajo, para invitarla y que consiguiese la noche franca; aceptó directamente, descontando que esa noche sería para mí; y eso fue algo que me hizo sentir bien, de una forma extraña, edificantemente bien.


            Pasaste a buscarla por su casa y se fueron tomados de la mano hasta que un rato después sentiste ganas de abrazarle la cintura y lo hiciste; sentiste su satisfacción y también la viste, la sentías en las ondas que te llegaban desde su cuerpo eufórico y la veías en eso lindo que emanaba de su cara y que no pudiste describirte, y que de la misma forma extraña te hacía sentir tan bien.
            Comieron de maravillas en aquel sitio sin lujo pero tan cómodo, y descubrieron que ambos querían ver la misma película. No sólo el film era estreno, también lo era la situación porque nunca habían salido juntos de ese modo; habían estado juntos pero escondiéndose, nunca fue el estilo de ella exhibirse con sus amantes, lucirse con ellos, porque a fin de cuentas eran amantes, no eran parejas ni novios ni enamorados y ella tenía esa particular manera de cuidar su imagen; y volviste a sentirte tan bien de esa forma extraña, cuando advertiste ese cambio, advertiste que esta vez no estaba escondiendo lo que hacía con vos, al contrario, estaba mostrándolo a quien quisiera verlo. Pero mejor, mucho mejor aún te sentiste cuando camino al hotel te iba diciendo que era la primera vez, la primera vez que tenía un tercer affaire, un tercer turno, que en realidad estaba muy lejos de haber salido tres veces con alguien.
            Sin saber por qué lo hacías detuviste el andar y la besaste, con muchas ganas y muy tiernamente; sentiste una gran ternura y deseos de abrazarla, Springer, y lo hiciste; fue un abrazo tímido, un abrazo corto pero lo hiciste y continuaron el camino tomándose ambos de las cinturas, apretándose fuerte con los brazos y luego en la cama ella estaba afectuosa, no era la Chela libidinosa de siempre, la Chela salvaje, era una Chela tierna que te daba algo que captabas como cariño, sentías su cariño. Y no te dejó penetrarla sino que te tendió espaldas abajo y fue acariciándote con la lengua, con la punta de la lengua por un lapso que se prolongaba demasiado y te hacía arder por que llegara al sitio clave de tu cuerpo, pero al mismo tiempo no lo querías, querías que siguiese aún por donde estaba, en realidad querías que estuviese en todo tu cuerpo al mismo tiempo; hasta que llegó por fin a ese sitio donde se detuvo y allí se obsesionó, pero con una obsesión calmada; y no dejó que le hicieras a ella lo mismo sino que tomó distancia para que no pudieras otra cosa que acariciarla con tu brazo estirado. Y allá se quedó ocupada pero con lentitud, con detenimiento; y con afecto, también así te hacía sentir su cariño, en un asunto donde no habías imaginado que pudiese haber cariño. Tardó mucho, muchísimo, o acaso vos tardaste porque no querías que eso finalizara y porque tampoco ella te ayudaba, ella dejaba que todo durase lo que tuviese que durar; no obstante el final iba anunciándose pero de una forma especial, con un placer inusual que iba creciendo lentamente, paulatinamente y te hacía decirte una y otra vez entre pico de goce y pico de goce que eso era descomunal, que estabas conociendo lo supremo, que habías encontrado a la hembra de tu vida. Y eso mismo te estabas diciendo cuando irrumpió el final, arrollador, indómito como son esos finales, un final que Chela... un final que Chela se bebió, se lo iba bebiendo trago a trago a medida que se los ibas sirviendo, te estaba bebiendo de la forma más lujuriosa pero también la más amorosa, de la forma más desenfrenada pero también la más bonita, de la forma más inesperada pero también de la forma que más ibas a desear a partir de allí, a partir de ese cénit en que primero se te fue anunciando de a poco y luego se te presentó vívida la idea de que Chela, además de la hembra pudiese ser, pudiese estar empezando a ser la mujer, la mujer de tu vida. De momento lo que sentías en tu interior, en tu felizmente sorprendido, felizmente agasajado interior era que habías conocido lo que era una mujer en toda su dimensión, una hermosa mujer con todas las de la ley.
            Idea que después se te robusteció porque te dijo que no había hecho un brindis como ése antes, que ese trago siempre lo mantuvo reservado para una ocasión especial, o sea, que también en esto era la primera vez, también acá debutaba con vos, que eras, a fin de cuentas, una ocasión especial. Dos debuts con ella en una sola noche era mucho decir, pero más decir era que le creíste, que no tuviste la menor dificultad en creer lo que dijera e inclusive, que de ahí en más estabas dispuesto a creer, ibas a creer cada cosa que ella quisiera decirte porque entendiste, sentiste que esa es la forma de proceder con la mujer de uno... cuando la mujer de uno lo vale, claro. No ibas a decir el amor de tu vida, pero Chela podía estar empezando a ser la mujer de tu vida y eso, eso te hacía, de una forma extraña, increíblemente bien.


            Volví al trabajo el viernes, hecho una seda. Y renovado, después de treinta y cuatro horas dedicadas a despejarme y a Chela. Tanto que hasta Oviedo me pareció simpático cuando nos cruzamos: el negro salía del galpón del fondo portando su consabida cara de culo y dos bolsos notoriamente pesados. La curiosidad me invadió pero los años me habían enseñado a contenerla: corrí con disimulo a mi habitación y desde la ventana sí lo observé. Metió los bolsos por la puerta trasera de la combi que llevaba el logotipo de Industrias Fernandez, estacionada en la puerta. Actuaba con naturalidad, no tenía por qué hacerlo de otro modo; pero se me había metido que en eso que hacía había algo de furtivo. Tal vez el oficio... el empleo me lo habían quitado tres años antes, pero el oficio queda, eso no pueden quitarlo.
            Lo vi cerrar con llave la puerta de la casa y salir solo en la combi; dejé de pensar en el asunto hasta que una hora después volvió, esta vez siguiendo al Volvo que tripulaba Caballero, quien bajó como urgido y se metió en la casa, sin dejar de apretar contra su cuerpo un envoltorio de papel manila. Trepó al piso superior y al rato vino a mi lugar:
            -Buenas noches –dije por formalidad.
            -Acabo de hacer una venta de la mercadería que tengo en el fondo –explicó agitado. Cobré efectivo y lo puse en la caja fuerte de mi dormitorio. Es mucha cantidad, tenga cuidado esta noche; mañana lo llevo al banco. Ah, Oviedo se queda; anda bien con una de las domésticas y me pidió permiso para pasar la noche con ella. Está autorizado.
            -Está bien –dije mientras él se retiraba, y me enfrasqué en sacar cuentas. Tal vez la curiosidad. O el oficio. No había estado muy errado al desconfiar, porque por mejor voluntad que pusiese, nunca lograba que me coincidan los montos: la máxima cantidad de mercadería que podía caber en esos bolsos no alcanzaría a valer la décima parte de la mínima cantidad de dinero en australes o dólares que podía caber en el sobre de Caballero.


            Caballero y señora habían marchado a sus aposentos de arriba y el servicio doméstico había desaparecido en sus habitaciones, Oviedo en una de ellas. Apagué la radio y puse a calentar agua en la pava, me calcé la pistola nueve contra la mitad derecha del abdomen y me dispuse a hacer una ronda, la última antes de acostarme. Agucé el oído un instante: ni una mosca, todo en orden, la calle en calma. Cuando estaba por abrir la puerta del cuarto, un sonido sorpresivo y estridente me erizó la espalda: golpes metálicos en el vidrio de la ventana, con una moneda o una llave. Giré violentamente sacando la pistola y distinguí al colorado Aníbal allá afuera, haciéndome señas de que le abriera la puerta de la casa.
            Con señas también le pregunté qué quería y le indiqué mi reloj: era tarde para visitas. Sonrió pícaro, como era habitual en él; me hizo ademán de tener frío y era cierto, hacía frío afuera; me hizo entender que necesitaba hablar con Caballero. Después de todo era un empleado de confianza, algo debió pasar para que viniese a esa hora sabiendo que el otro dormía; fui hasta la puerta y dudé: ¿No vendrá apretado éste, no lo traerán amenazado para que haga abrir? Atisbé por el visor, uno de esos que deja ver casi la puerta misma, y nada. Imposible una treta, además el tipo estaba tranquilo, sonriente, bromeaba con eso del frío. Puse el arma nuevamente en mi cintura, pero dejando mi mano en la empuñadura, y abrí.
Los perros, desde adentro, se prodigaron en un alborotado coro de ladridos. Aníbal no entró, se quedó ahí parado, había dejado abierto el portón de la verja y sonreía. Iba a preguntarle algo, cualquier cosa, si había venido a pie, por ejemplo, porque no veía ningún vehículo; el pomo de la puerta se me va de la mano a causa del hombrazo del pelirrojo, la placa se abre violentamente y golpea en la pared y rebota contra mí y se vuelve a abrirse  hacia la pared y él la afirma para que quede fija y escapa hacia afuera, se pudrió todo; estoy sacando el arma, bajando el martillo, viendo al colorado tirarse de bruces sobre la verja y al Chochi Balbuena aparecer delante de mí con una ametralladora que escupe, escupe, y siento todo el miedo posible pero me lanzo de espaldas contra la pared para esqivar y tiro al bulto sin mirar, la ráfaga se interrumpe y cruzo la pierna izquierda y engancho con el pie el borde de la puerta para cerrarla de un tirón y huir hacia la pieza; allá voy doblando el pasillo, mirar y ver que la puerta no cerró porque el cañón se interpuso contra el marco, quiero correr y como en esos sueños tantálicos corro y no me muevo de donde estoy, eso es lo que me parece y oír otra vez el golpe de la puerta contra la pared, está toda abierta entonces, tirarme sobre la mesa revoleando la pistola a la cama y agarrar mi metralleta Halcón; quedo sentado en el piso encañonando la puerta, va a aparecer ese hijo de mil putas, a ver si te la vas a llevar de arriba, saco el seguro, el dedo sobre el gatillo, contenerlo y ver a través de la ventana a mi izquierda a Tonioni y Torres, sus cabezas; me paro de un salto, veo sus cuerpos, sus brazos y sus manos con armas, Tonioni con dos, Torres con una 45 y tirarles ráfaga al bulto y el estallido del vidrio no deja ver, y boom, boom, boom, una 45 a mis espaldas, estoy frito. Menos mal que visité a mi hija. Qué suerte haber tenido ese momento con Chela.
Me enardezco, ardo en rabia, hijos de recontraputas cómo me van a matar así, pero no me siento herido, estoy bien y se me fue el miedo, el paralizante, me queda el otro, el del instinto de conservación, el salvador. Ahora estoy en mi salsa, conozco bien ese miedo y los impulsos que genera, a la acción carajo, conozco bien esa acción; salgo hacia el pasillo, la Halcón delante, hago mierda a cualquiera, no me madrugan ya, no pueden, pasó la sorpresa, estoy funcionando, ahí va a estar Balbuena, antes que pueda gatillar va a estar muerto, salto a través de la puerta contra la pared opuesta del pasillo, apunto y lo veo... a Oviedo con una 45 en la mano, deteniendo su carrera en el hueco de la puerta y mirando para afuera; llego hasta su lado y vemos a esos cuatro escurrirse en un Falcon gris y salir patinando, no se puede tirarles ya, desaparecen en la bocacalle. Se me van las fuerzas, no entiendo nada, ¿fue un sueño? No, no lo fue, fue realidad, tanta como ver a Caballero bajando la escalera con otra Halcón en las manos; siento que el negro me empuja hacia adentro y cierra la puerta con llave.
-¡¿QUÉ PASÓ?! –pregunta Caballero, pálido, trémulo, apenas logrando hablar.
-¡¿Qué se yo?! –Oviedo que contesta, grita nervioso y me señala:
-¡Este les abrió la puerta!
...


Desde la puerta interior del estacionamiento, Ferré levanta la mano derecha para terminar de despedir a su superior; el insolente salvavidas que impone su indisimulable presencia a la zona media de Moreno, le hace pensar en aconsejarle un cambio de chaquetilla por otra más grande; pero descubre que entonces todo su cuerpo aparecería como es, gordo en progreso, detalle que seguramente el otro ha considerado a la hora de sentir cinchados sus flancos. Resuelve olvidar la cintura de Moreno y pensar en la propia, esa que tantea con los nudillos de la izquierda apoyados para sostener el brazo en jarra: sonríe con satisfacción.
Baja la mano cuando lo ve meterse al habitáculo y gira sobre sus pies al compás del golpe tozudo con que se cierra la puerta del patrullero; cuando está entrando hacia su despacho, un agente le agita desde lejos el auricular de un teléfono, gritándole que se trata del segundo jefe de la brigada de investigaciones local. Acelera su paso, levantando  nuevamente la mano derecha, esta vez para señalar que atenderá en su escritorio:
-Hola –dice al sentarse.
-Soy el comisario Salcedo, quiero hablar con el comisario Ferré.
-Habla Ferré, Salcedo, ¿cómo te va?
-Bien. Me encargó mi jefe que coordine un tema con vos, él no pudo venir hoy.
-Conociendo como conozco a tu jefe, estimo que estará durmiendo la mona, porque sus fines de semana empiezan la noche del viernes. Algunos la tienen fácil.
-Mirá, no llamé para oír tus conflictos. En todo caso, hay psicólogos.
-Okey, por ahora quizás los necesite. Pero si esta Policía dura hasta el ’96 ó ’97 yo voy a ser comisario general y mis conflictos los van a oír más de cuatro parásitos.
-De ilusión también se vive. Los tipos como vos jamás llegaron y si llegases, para que puedas expresar alguno de tus conflictos un gobernador tendría que nombrarte Jefe de Policía. Y los políticos no son estúpidos, Ferré. Ahora si como persona sensata tu intención es llegar para completar como se debe tu cuenta bancaria, entonces preocupate por las estadísticas, y justo por eso te llamo.
-Sé que me llaman por eso, de ahí mi mal humor.
-Somos policías igual que vos, y superiores a vos. Queremos ofrecerte nuestra colaboración, tenemos la obligación de trabajar en conjunto.
-¡Cuánta abnegación! Hagamos algo, Salcedo: no sigamos esto por teléfono; vení y lo charlamos personalmente, soy capaz de esperarte con café.
-Estoy saliendo.
Ferré cuelga y dejándose caer en el respaldo, se entrega al tempestuoso bamboleo de pensar que invirtió a fondo 25 años de su vida y de su familia en una carrera que va a dejarlo de a pie. Y que es verdad que esos conflictos quedarán limitados a un diván freudiano, en el caso de que él quiera canalizarlos, porque en la policía no será, él no llegará a comisario general. Atiende el teléfono que empezó a sonar a su lado y recibe de Moreno dos datos importantes: que el laboratorio balístico estableció que vainas y proyectiles proceden de la misma ametralladora, esto es, hay una sola banda. Y que fue hallado el Falcon, en las inmediaciones pero sin huellas útiles. Se siente seguro para arriesgar una opinión:
-Creo que no será difícil dar con estos tipos: no son grandes profesionales ni muy inteligentes. Están asesinando policías en balde, andan a la deriva. Y por su aparición espontánea, deben ser liberados recientes de alguna cárcel. Voy a conectarme con el servicio penitenciario, a ver qué consigo. Y estoy esperando a Salcedo.
-Ya sé, ya avisaron. Mucho cuidado, andan muy bajos en su estadística, si no la levantan, pierden la brigada. Te lo digo de buena fuente.
-Hacés bien en confirmármelo, pero yo lo sospechaba. Tengo que cortarte porque acá me dicen que llegó Salcedo. Chau.
Otra vez con la derecha alzada, da a entender que el visitante puede ingresar; se pone de pie para recibirlo y cuando tiene frente a sí la mirada felina de ese antiguo compañero de brigada famoso por sus facciones batracias, le tiende como es de práctica la mano y le muestra la silla donde puede depositar su  corpulencia.
-¿Cuál es el motivo de tu mal humor? –inquiere Salcedo.     
-Personajes como tu jefe o el mío.
-Hay una banda haciendo estragos y nuestra obligación es sacarla de la calle.
-Okey, sacarla de la calle. No tenemos la obligación de mandarlos a la morgue.
-Van a resistirse –certifica el invitado.
-Seguramente, y seguramente mueran, pero como consecuencia de su resistencia y no por intención de embellecer una estadística. La de Ustedes viene mal y tres peligrosos pistoleros abatidos serán un buen poroto.
-Por supuesto que será bueno, todos tenemos que preocuparnos por las cifras. Vos sabés que eso sale en los diarios y la televisión y los delincuentes muertos en enfrentamientos le hacen muy bien a la Policía y al Gobierno.
-Y también a Ustedes –agrega Ferré-, que así podrán seguir en una brigada que produce tantas rupias.
-No voy a decir que tengo que comprar la leche para mis hijos, pero tengo que pagarles un colegio caro. Y no sé de qué hablás vos, si tampoco vivís del sueldo, tus hijos no van a la escuela pública, ¿o sí?
-Salcedo, cuando yo me tope con ellos, voy a darles voz de detención.
-¿Cómo les vas a decir, “Alto en nombre de la Ley”? Ja, ja, lo tuyo suena elegante, pero no podemos toparnos con ellos, tenemos que prepararles una emboscada. De lo contrario, se arriesga mucho el resultado final y también al personal que intervenga. ¿No te preocupa tu personal?
-Sí, por eso voy a estar yo al frente de las acciones, para que no haya más riesgos que los necesarios.
-¿Llegaste a comisario para exponerte como uno más?
-Y, ser comisario de la burocracia es fácil, Salcedo, pero yo soy comisario de policía.
-Ferré, esos tipos mataron a dos policías.
-Me conmueve tu solidaridad: un alto jerarca preocupándose por la plebe. Mirá, a los tipos como vos les importa un comino la muerte del personal subalterno, a menos que le puedan sacar alguna tajada.
-¿Qué, también te hiciste zurdo de los derechos humanos?
-No, me hice legalista. Para mí acá hubo homicidios y tengo que esclarecerlos todos, sean o no de policías.
-Date cuenta que al que no le importan los policías asesinados es a vos.
-Acabo de decirte esclarecerlos. ¿O vos sugerís que salga a vengarlos?
-Bien Ferré, interpreto que pretendés comerte este trabajo...
-Sí.
-¿Y qué pensará de eso tu jefe regional?
-El no va a enterarse, a él voy a decirle que colaboraremos. Pero la información que yo consiga será mía. Ahora si Ustedes dan con los tipos y quieren que yo los acompañe, de mil amores. Pero después del procedimiento ¡y esto por favor remarcáselo a tu jefe!, en los papeles van a figurar las cosas exactamente como fueron.
-Es notorio que no querés llegar a comisario general y que necesitás un psicólogo. Pero también que sos un resentido.
-Eso es absolutamente cierto, y hay motivos. 
...