PRESENTACIÓN
Esta novela fue escrita en 1988 y está ambientada en aquella época, en las poco seguras tierras del conurbano bonaerense (Argentina). Hoy son mucho más seguras, pero la gente no lo sabe porque los medios masivos encontraron que la inseguridad urbana es una excelente mercancía de venta.
En clave de policial negro, observa la vida de un marginal que intenta rehacerse en medio de otra gente que intenta no deshacerse y de otros que ya están deshechos.
En su momento, la obra denunciaba, desnudaba y planteaba cosas que eran inéditas, pero que luego fueron reiterándose por todos lados hasta convertirse hoy en trilladas. No obstante, vale publicarla como precursora y por su particularidad psicologista y sensitiva poco asociada nunca a temáticas de éstas.
1.-
El tenue sol de mediodía vuelca abúlico sus rayos verticales encima de
un lóbrego edificio; un intenso frío de Julio, robando sin esfuerzo el calor a
esos rayos, cala feroz a los resignados habitantes de la mole. Tenue y frío también, el gris plomizo de
paredes y ropas y cielo y atmósfera, esa atmósfera de abulia y resignación que
impone sin escollos su omnipresencia. Que impregna a los habitantes de la mole,
quienes sin concebir alternativa se dejan impregnar porque es imprescindible
hábito, imprescindible requisito para lograr descartar, combatir lo que allí no
es imprescindible: la premura.
La premura
no adelanta el tiempo, sólo hace que rinda más. Pero hay quienes del tiempo no
necesitan sino que transcurra, no piensan en aprovecharlo sino en transitarlo,
porque no se están moviendo en la realidad sino en un limbo y ansían su final.
Entonces terminan comprobando que el reloj y el calendario no se aceleran, no
se trampean, que fustigan con su implacable lentitud, indiferentes al tímido
desafío de la cuenta regresiva dibujada en las paredes, generalizada compulsión
allí dentro de anotar los días que faltan e ir tachando cada amanecer.
Solamente algunos llevan el conteo en semanas que son de siete, pero semejan de
setenta veces siete jornadas, y tampoco así logran eximirse del agobio, de
vivir padeciendo, y del lento consumirse de su larga, infinita ansiedad.
Cárcel es
el nombre que suele recibir toda esa lobreguez; Olmos es el breve lugar que la
geografía bonaerense, buscando acollararlo, asigna a todo ese gris plomo; la
del ochenta es la década que consecuente, casi solidaria, desecha premuras para
encaminarse hacia su final, un final que parodia –o sugiere- el de tantas
condenas de tantos condenados. Como los
que hoy pueden autorizarse a recuperar la prisa, porque se van de esa masa de
barrotes, cemento y aire cargado que oprime e impone esperar el día distinto
que vuelva finita toda la ansiedad.
Es un día
distinto. No tanto como el de la amnistía general de 1973, ni tampoco como los
del ominoso amotinamiento de 1983, ni siquiera como los del tiempo de la ley de
reducción de penas durante 1984. Pero sí es llamativo, porque sin que exista
una causa especial, es desacostumbrada la cantidad de liberados y
desacostumbrada la agitación que reina. Los que vuelven a tener prisa, ya
notificados y con sus cosas empacadas, esperan el llamado final, la última vez
que esos aborrecidos cohabitantes que padecen apenas un poco menos que ellos,
mastiquen sus nombre y les escupan órdenes.
Los
últimos generosos chorros de gris, emergiendo de las cuatro paredes que los
envuelven, bañan a otros tantos de ellos mientras hablan lo que sea para
amenizar los minutos de encierro que aun restan. Hablar lo que sea no es hablar cualquier
cosa: es preciso ser puntillosamente selectivo con los puntos que se tocan, si
no se quiere correr el albur de exhumar porciones pestilentes del pasado o
enrostrarse con las partes alarmantemente inciertas del futuro. Lo que siempre
conviene es la petulancia superficial, la bravata que el propio vacío
existencial exige para no salir a escena y promover la desesperación.
-¿Qué te
parece Bambi? La banda otra vez en la calle, otra vez caminando... Lástima
Pichuco... Hacerse matar así...
-Eso fue
hace mucho tiempo, Chochi, entendé que
desde el ’83 pasaron años y que con darte manija no lo vas a resucitar. Además,
mejor así, porque si salíamos a ganar con él, nos mandaba al cementerio a
todos... ¿O no es así, Colino?
-Sí, creo
que sí, debe ser así, ¿no Chochi?
-¡Sí, qué
se yo! Pero al menos se dio el gusto de comerse un milico. Cómo le arrancó el
uniforme al chancho ése y con los jirones lo ató y le metió el cable...
-Y eso le
costó la vida.
-Sí, tenés
razón, a Pichuco le faltaba viveza para poder vivir mucho... ¡Baah! Ahora lo
que importa es que salimos y no es cosa de largarse a hacer cualquier pavada.
Hay que ganar mucha plata sin tener que volver acá. Yo ya soy grandecito y voy
a hacer las cosas bien. ¡No me va a tumbar cualquier vigilante otario!
-Chochi,
estás gritando.
-Mirá,
Colino, yo no soy de los que se ablandan por estar acá adentro; lo único que
esta tumba me cambió es que no quiero volver, así que antes de que me agarren,
me hago matar. Ningún cana va a tocarme nunca más ni voy a estar encerrado en
ningún lado que no sea el sobretodo de madera.
El mismo
tenue sol de mediodía volcando plácido sus rayos verticales encima del elegante
vecindario; intenso frío que robando sin esfuerzo el calor a esos rayos,
intenta en vano calar a los habitantes de viviendas acogedoras. En nada tenue
ni frío el colorido variopinto y diáfano posado en paredes, ropas, cielo y
atmósfera, una atmósfera de confortable sosiego que extiende sin sobresaltos su
omnipresencia. Que contiene el discurrir de lugareños que sin concebir
alternativas que puedan arriesgar lo inmejorable, se dejan contener con la
hedónica complacencia de quien descarta premuras. Porque no están esperando, no están
padeciendo condiciones de vida donde agobio y ansiedad puedan ser relevantes;
acaso un estorbo, pero jamás una constante.
La
posición acomodada no aventa todos los males de la vida, pero se encarga de
muchos; tampoco garantiza salud, amor, felicidad y tantas otras quimeras que
afiebran a los humanos; pero con lo poco que es capaz de dar, resulta mucho
mejor que cualquier otra posición posible. Sin ser siquiera amateur en
filosofía, él ha comprendido eso desde temprano, para luego resolver que
treparía el mundo hasta donde le fuese asequible, tal vez hasta un vecindario
como éste del que ahora sale, hipnotizado por la fascinación de poseerlo, de
haber llegado.
Veinte años como abogado no tienen
por qué proveer el dinero para un triunfo así, aunque todo depende de cómo se
los haya empleado: hay personas que no desperdician su tiempo, que no piensan
en transitarlo sino en aprovecharlo.
Es en
cierto modo insensato, casi risible, decir que un guardiacárcel está del lado
de afuera porque a todas luces está adentro, está en la cárcel. Tal vez no esté
tan adentro como los presos o esté menos en la cárcel que ellos, pero no es más
que una cuestión de grado. No es que esté mal o esté bien, simplemente es así y
seguirá siéndolo mientras ellos, ambos bandos, deberán seguir inmersos en la
mutua influencia vital y el componente amor-odio de una relación tan cercana.
-¡¿Qué
carajo les pasa a Ustedes, tienen ganas de armar candombe también el día que se
van?!
Es
evidente que no es la fase de amor la que este guardia está atravesando. O
quizás sí lo sea y ofendido por la falta de correspondencia, decide ensayar
tácticas más sutiles:
-¿Qué te
pasa, Balbuena, querés hacer un motín vos solo... o no podés adivinar con cuál
vas a encontrar a tu mujer cuando llegues de sorpresa a tu casa?
Al tiempo
que se le anuda el estómago y las sienes parecen estallarle, Balbuena le da la
espalda y apoya los codos en una litera alta. La lucha interior por ignorarlo,
por no reaccionar, lo hace temblar. El
cuarto preso presente, el que no ha hablado, entonces lo hace:
-No pasa
nada jefe. La alegría nos pone nerviosos.
La
sumisión hace su efecto y el uniformado gira y se va. Tras oírse el golpe de la
puerta del pasillo, Balbuena gira crispado, balbuceante:
-Ese mal
parido... se cansó de verduguearme... –Respira profundo, tratando de
recomponerse; enciende un cigarrillo, haciendo que la primera bocanada sea un
huracán en sus bronquios. Mientras exhala, saca la vista del techo y la coloca
en sus dos cofrades. –Pero que no se me cruce afuera, porque... –No quiere
levantar la voz. -...porque ahí nomás, donde lo veo, lo hago mierda. –Vuelve a temblar. –Yo no lo voy a buscar, pero que no se me
cruce. ¡Que no se cruce!
Bambi
llega hasta él para palmearle la espalda.
-Calma,
Chochi, te ponés nervioso al divino botón. Aprendé de Prinje, que siempre salva
las cosas con tacto...
-¡Sí,
salva las cosas dando el culo y franeleando a esos vigilantes! –Vuelve a darles
la espalda, insistiendo en sopletear sus pulmones con humo de alta velocidad.
El
aludido, sin descuidar su silencio, insinúa una sonrisa de lado. Es un gesto
para los dos que lo observan, para hacerles saber que da por terminado el
asunto. Sentándose en la litera que tiene atrás, se resigna por enésima vez a
la sensación dispéptica que le obsequia la naturalidad de estos tipos en medio
de su presidio, como si todo fuese bueno o corriente allí para ellos,
desenvolviendo sus vidas como peces en un agua familiar, cuando para él todo
eso es un infierno total.
Prefiere
pensar en que saldrá libre, que terminó su encierro de tres años, como más o
menos corresponde al delito de encubrimiento que la justicia, o la policía, el
sistema en suma, le achacó. Puto sistema. Su naturaleza no es eufórica, pero
se siente regocijado, entusiasmado. Se
le ocurre que esos tres también, pero de una manera diferente, que en lugar de
entusiasmarse a causa de terminar con esa situación asquerosa, se están alegrando porque volverán a
delinquir.
Deja que
Balbuena le atraiga la vista, que como cada vez, se clava en las cicatrices de
cuello y brazos, en tanto la imaginación completa el cuerpoentero de cincelada
delgadez plagada de antiguos cortes de preso psicópata que elige hacerse oír
mediante el autoflagelo. Casi 35 años de
exudar superávit de agresividad mal encarrilada, de confeccionar y relatar una
épica personal que era francamente conmovedora, que conmovía no tanto hasta la
médula pero al menos hasta la espina dorsal, cuando la turbación experimentada
hacía que un escalofrío la recorriese. –“Nene, yo perdí dos veces de menor, por
robo; me cagaba de risa, porque salía en días. Perdí otra vez a los 19 años, ya
era mayor, así que me metieron acá adentro; hice relaciones y cuando salí con
todos en el ’73 enganché enseguida de custodio; andaba bien calzado y tenía
banca política. Hacía lo que quería, claro que de vez en cuando tenía que obedecer
a mi jefe. Con Pichuco y estos dos nos robábamos todo. ¡Qué época! Cuando las
papas quemaban nombrabas al diputado o al intendente y un poco más te ponían
alfombra roja. Lástima que en el ’76 me quedé sin padrinos... Acá me tenés.”
Ahora mira a Bambi, Tonioni de
apellido. Verlos por última vez, uno por uno, para terminar de grabárselos en
la memoria porque cosas así no deben olvidarse. Y tampoco conviene, dado que en
cualquier otro momento pueden volver a verse esa frialdad lúcida y esa cínica
serenidad, pero en contra de uno, puede suceder que ese rostro extraño de ojos
muy juntos o nariz muy ancha, junto con las pronunciadas entradas en el cabello
negro, la mancha del lupus dibujada sobre la piel lechosa y esa impresión como
de invulnerable que ofrece el físico fuerte y retacón, no se presenten tan
amigables o neutros como ahora. “Yo son más inteligente que el Chochi, por eso
dejo que crea ser el jefe. No vayas a pensar, Prinje, que le tengo miedo; lo
que pasa es que estoy con él porque me conviene. Pensá un poco: él es el que va
al frente siempre, yo lo uso de escudo; así puedo rajar o abrirme de patas o si
algo se pone feo, enfilar para otro wing. El problema es que le gusta tirar y a
veces mata a alguien, pero qué se le va a hacer, hay que tomarlo como es.”
Al otro no lo mira; no hoy, no lo
resistiría, se deprimiría. Ese es un recuerdo que no quiere llevarse, no desea
enchastrar su mente con una imagen denigrada. Buscando evasión, se pone de pie
y enfila a agarrarse de los barrotes de la puerta, entre los cuales enfoca los
de un tragaluz alto y a través de éstos, el cielo opaco y nuboso. No sabe si
cuando se va a nacer pasan por la cabeza las escenas descollantes de la vida
previa, tal como sucede cuando se va a morir; estima que sí, porque se siente
nacer a una nueva vida y están desfilándole por dentro las tomas más fuertes
del largometraje patibulario que lo tuvo por protagonista, en la parte interna
de su frente se proyectan la tristeza, la angustia, la soledad y la
desesperación de algunos momentos vividos. Su paso por uno de los infiernos
concluye –él ya tiene la convicción de que existen varios- ha finiquitado.
El giro
suntuoso del Mercedes Benz gris plata provoca más embeleso en el abogado. La
aceleración por Avenida del Libertador sumada a la ondulación de Strauss en los
parlantes más el mecimiento de la suspensión De Dion y la calidez del tapizado
en cuero, la privacía del tonalizado de
cristales y varios etcéteras, formulan una combinación mágica que lo arroba
mientras él se entrega empedernido a la tarea de dejarse arrobar en el mundo
aparte que supo proveerse.
Da buen sentido a la vida el tener mundos aparte,
transitar caminos propios y excluyentes, la trama de una aventura íntima que da
el mejor sabor a la existencia si además facilita el dinero para condimentarla;
que permite ganarse el sustento haciendo lo que a uno más le gusta,
gratificarse trabajando y al mismo tiempo haciendo fortuna. “Claro, esto no es
para cualquiera –piensa para aumentar el
placer de la travesía-, es privilegio de unos pocos y el resto,
lamentablemente, tiene que soportar lo que esos pocos no soportamos. Bueno, así
se reparten las cosas en el mundo, yo no inventé el mundo ni lo hice funcionar
así, solamente aprendí como funciona mientras los otros no lo aprendieron, no
tengo la culpa de ser más vivo. Hay quienes nacen para trabajar y quienes nacen
para disfrutar, es el equilibrio ecológico o algo así y en esta parte del
mundo, la ecología es muy particular, no es como se ve en la televisión o se
lee en los libros; es como se leyó en ese cuento de Rodolfo Rabanal que se
refería a Latinoamérica y decía, tenés que enmarcar esa frase, decía “sitio
donde el trabajo es castigo y el crimen una norma”. Pero claro, comprender eso
y practicarlo es para iluminados, somos muy pocos, y así debe ser. Y pensar que
hay abogados viejos que están trabajando a sueldo y otros que jamás se
atrevieron a hacerse penalistas y de los que se hacen, están los que no se
animan a tener clientes fijos. Por suerte hay tantos que violan la norma... “el
trabajo es castigo, el crimen una norma”, sí, la vas a enmarcar.”
Sus cavilaciones se ven interrumpidas como si
las hubiera seccionado un machete.
-Che Prinje...! –grita
Balbuena, los ojos frenéticos debajo del agitado cabello prematuramente
encanecido. Torso erguido, pecho
afuera-. El abogado que te conté,
conviene. Es un vivo. Me falta gente para la banda, tres somos
pocos. Viene a buscarnos hoy y nos lleva
al estudio; venite con nosotros.
-No, yo ya tuve suficiente, ofrecéselo a otro.
-Pero no seas pelotudo, te estoy ofreciendo la papa y la
despreciás! Vení aunque sea para mirar,
quién te dice que al final no te interese.
-Lo pensaré después...
puedo aprovechar el viaje, en todo caso.
Ruido de
la puerta del pasillo al abrirse y de pasos desordenados de borseguíes
acercándose y el obsceno color plomo que asoma prepotente envolviendo adustos
guardianes. El gran momento llegó; maquinalmente, van tomando sus bártulos y
simultáneamente, un oficial va hablando:
-Atención! A
medida que los nombro, dan presente...
-Boludo, como si nos conocieses –comenta Balbuena por lo
bajo, pero para ser oído.
-Torres, Pablo Higinio.
-Presente.
-Colino –agrega Balbuena, a modo de corrección. El
oficial se limita a continuar:
-Tonioni, Pedro.
-Presente.
-Bambi –acota Balbuena.
-Balbuena, Esteban José.
-Chochi –es la respuesta.
El oficial sigue marcando su lista,
aplomado.
-Springer, Damián.
-Presente.
-Prinje. Prinje!
–Esas ganas de camorrear, Balbuena.
Tomen sus pertenencias y salgan en orden al pasillo –finaliza
el oficial color plomo.
Y al
asomarse Balbuena se encuentra frente a frente con el suboficial que no tenía
que curzársele y tras buscar detrás de sí a un espectador y hallar a Springer,
arranca sonoramente un escupitajo de su aguardentosa garganta esmerilada a
cocaína y humo de tabaco; y gracias al empujón que Springer le da en la
vehemente cabeza, lo que finalmente escupe es la pared del corredor en vez de
la cara del guardián, es decir, que logra continuar su camino de salida en vez
de quedarse a disfrutar del gris plomizo vaya a saberse por cuanto tiempo
más.
Siente de
pronto que el habitáculo está demasiado caldeado y decide regular el aire
acondicionado. Hace salir el Mercedes de
la General Paz para introducirlo en Lugones. Al parar en el semáforo de La
Pampa recuerda que Balbuena le habló de un interno que conoció allá. Podría ser
útil, podría serlo... se esfuerza en pensar; pero lo absorben la prisa y
Strauss.
Pasa
Retiro, la avenida Madero-Huergo, el puente Pueyrredón, entra en el Acceso
Sudeste. Como el reloj del tablero confirma su sospecha de que es tarde, pone
el velocímetro a 140. Balbuena le dijo
que el tipo era “canchero, pesado”.
Buenas características, podría resultar interesante... sobre todo por
sus antecedentes laborales. Voy a tratar de llevarlo al estudio con los otros y
ver sus reacciones. Vale la pena el eventual riesgo.
El camino
Calchaquí lo obliga a circular despacio y el cruce de Florencio Varela le
libera la velocidad. Sí, valdrá la pena. Tres años adentro... tiene que haber
sintonizado la onda.
Toma la
solitaria ruta que lleva al penal. Llega
y ve la cantidad de familiares que esperan.
Parece que son unos cuantos los que salen hoy... Interesante para el
negocio, pero no podrías con tantos.
No. Es preferible pocos, pero
poder manejarlos.
Estaciona,
toma el sobretodo y se apea. Echa llave y se calza el abrigo. Se lo abrocha
mientras camina hacia la puerta principal con la ampulosa altanería que se
supone debe identificar a un prominente abogado.
De apariencias también se vive.
-Ahí está el boga, es el pelado de sobretodo marrón
–indica Balbuena a nadie en especial.
Trasponen
el portón y quedan en pleno uso de su libertad. Springer experimenta un cierto impulso, pero se
sofrena recordando a la mujer de Lot; no obstante el impulso acaba venciendo y
lo hace volverse para mirar atrás, para ver desde afuera ese ominoso pasado
reciente donde dejó toda su vida anterior. La irrupción de Balbuena le hace el
favor de sacarlo de esas ideas.
-Te
presento al abogado.
-Encantado.
Doctor Fabián Olaguer.
Afectación
por doquier en ese gordito de calva brillante y cinismo prolongado. Conoce de
sobra la especie y de cualquier modo no le preocupa, no piensa relacionarse con
él. Cumple la formalidad de presentarse, posando la mirada en ese rostro flojo
y sospechable; y como debajo no hay ninguna mano tendida, tampoco alarga la
propia y se limita a pronunciar su nombre en tono aséptico.
-Springer...
–repite el abogado como si pensara en algo, y levanta mucho la vista para
mirarle los ojos claros, casi verdes, y el gesto duro de entrecejo firme y
labios tensos. --¿Por qué es tan serio, mi amigo... puede ser el hambre, no?
Está flaco. Springer, rubio, alto, serio.
Alemán o algo así, no?
-Algo así.
-Quisiera
saber algo de Usted, ya que voy a ofrecerle el viaje en mi auto.
-Bien, ese
viaje me interesa –convino Springer, tratando de aparecer seco-. Padre alemán,
madre criolla y viuda, 33 años, buen nivel cultural, pésima situación
económica, casado, una hija; esto ya parece una solicitud de empleo.
¿Remuneración pretendida?: Ninguna, porque no tengo pensado pedirle empleo.
Sin acusar
recibo, Olaguer da por terminado ese diálogo e invita a los cuatro a su
automóvil, encaminándose en punta. Tras cerrarse las puertas, el anfitrión pone
música y calefacción y los insta a disfrutar su retorno a la civilización.
Springer comprende que debe intentarlo, pero no consigue evitar que su cabeza
regrese intermitentemente al agujero de donde acaba de salir, que le repita
insistentemente que nunca más debe regresar y que para eso, tendrá que cuidarse
mucho.
No está
empezando bien: sabe que no es cuidarse el estar en este auto.
Con apenas
dos yemas rozando el plástico exterior del volante, logra hacerlo girar unos
veinte grados para que la dirección hidráulica se ocupe de sacarlos de Paseo
Colón y hacerlos vadear la Casa Rosada. Al verla, Balbuena emerge de su
arrobamiento:
-Viva la
democracia! –Los puños levantados y vibrantes, como quien grita un gol. Gira la
cabeza buscando a Springer: -A vos te gustaban más los militares, no?
-A mí no
me gusta ninguno, no me gusta ningún ladrón –lanza sin quitar sus ojos de los
mástiles de barcos anclados en el puerto.
-Pero si
vos sos un ladrón, o no?
Springer
le dirige una mirada de sorpresa y luego vuelve a los mástiles:
-Bueno, no
me gustan los ladrones con tanto poder, eso es competencia desleal.
-Quiere
decir que te gustaría estar en el lugar de ellos.
-Puede
ser, pero no tengo la especialidad. Para estar ahí tenés que ser un ladrón
especializado y eso lleva muchos años de práctica. Bah, por ahí todavía estoy a
tiempo.
Olaguer
mete el auto por Córdoba y oye a Balbuena dirigírsele:
-Usted
viene dulce tordo, no? Terrible checo, flor de jetra.
-Si vamos
a trabajar juntos, empecemos a entendernos. Yo no soy tordo, soy doctor. Ni
tordo ni boga, ni siquiera abogado; tampoco Olaguer. Acostúmbrense a nombrarme
como “el doctor”, esté o no presente. Es por precaución.
Balbuena
lo observa con expresión entre confundida y sorprendida.
-Y si
tengo mucha o poca plata, no es asunto de Ustedes. Tienen que aprender a
respetarme porque no admito otra forma de trato.
La tensión
ha subido mucho y como temían Tonioni y Torres, la explosión de su líder no se
hizo esperar:
-Oiga
abogado, no quiero que se equivoque conmigo... Ya sabe quién soy. Quiero
trabajar con Usted, vio, pero sin que se pase de vivo!
-No tiene
por qué haber problemas entre nosotros, Balbuena. Lo que busco es que cada uno
ocupe su lugar. No quiero quitarte tus atribuciones de jefe, pero quiero para
mí las de organizador. No quiero ser el jefe, pero sí voy a ser el cerebro.
Segundos,
medio minuto, un minuto quizás:
-Sabe una
cosa tor... doctor? Usted me gusta y lo entendí bien. Yo voy a ser el jefe y
Usted va a ser el cerebro.
Olaguer
asiente mientras el ambiente vuelve a la normalidad. Levanta la música como
ahuyentando los deseos de hablar de sus convidados y presta atención a la
ligera congestión de tránsito del fin de córdoba y comienzo de Alvarez Thomas.
La recorre casi toda y gira, frenando dos cuadras más adelante. Todos bajan y
quedan ante una casa vieja y algo reacondicionada, sin aspecto o placa que la
señalen como estudio jurídico.
El abogado
abre sin usar llave y cruzando una antesala, entra al despacho que tiene una
estufa y una cafetera, ambas funcionando. Cuando Springer evaluaba que debía
haber una secretaria, Balbuena dice:
-Parece
que su secretaria es buena, doctor. Le dejó todo listo y se fue no?
-No hay
secretaria. Tengo un ayudante y sí, ya se fue.
Pasa al
otro lado del escritorio, amplio y opulento, y se acomoda en un sillón con
cabezal y posabrazos. Apunta con el índice a Balbuena:
-Aunque
hubiese sido mujer, vos no te hubieses fijado en ella, ¿estamos? Afuera sobran
las mujeres y si trabajás conmigo, muchas van a ser tuyas. Ya que estamos
hablando de plata, vayamos al asunto. Siéntense.
Springer
concluye que los sillones son bastante buenos y aprecia su tapizado en cuerina
granate; otea los dos armarios de madera enchapada y el prolijo empapelado de
las paredes. Se acomoda a sus anchas en uno de los asientos y ve que es tan
mullido como decía su apariencia. Desea café caliente, pero no quiere pedirlo.
-Lo que
tengo para proponerles... –tres golpes en la puerta interior; no contesta sino
que pregunta: -¿Goitía?
Una voz
masculina dice que sí.
-No –le replica
Olaguer-, ahora no. –Y volviendo a su auditorio: -Lo que quiero proponerles es
que operen con mis datos y mi protección legal. Además dispongo de armas,
viviendas y todo lo demás de logística, pero sobre todo, información de
primera: asaltos, contrabando, droga y hasta quizás un fabuloso secuestro. Una
cosa tiene que quedar clara: el trabajo será en grande, solamente en grande,
nada de chicaje, no vamos a malgastar nuestra suerte en asaltos a quioscos o
taxis ni se van a meter en ninguna casa a robar televisores o violar mujeres.
Nada de estupideces; harán únicamente lo que yo les de y luego se quedarán
quietos a la espera de mi próximo llamado, algo así como un contrato en
exclusividad. Por otro lado, la policía no sirve como antes; desde que comenzaron
las campañas de derechos humanos perdieron la picana eléctrica y la declaración
indagatoria y como no saben investigar sin hacer confesar, no trabajan más que
lo inevitable y a desgano. Si llegan a ser detenidos in-fraganti pueden
quedarse tranquilos porque será la palabra de los policías contra la de Ustedes
y el juez tendrá que desestimar la detención. Y si me avisan enseguida, estará
la posibilidad de que yo vaya rápido a buscar un arreglo; por supuesto, la
plata que eso cueste la financio yo pero tienen que devolverla después. Pero no
se preocupen, que conmigo trabajo no les va a faltar.
-¡Faaa...
esto es el paraíso! –celebra Balbuena.
-Pero no
todas son rosas, –acomete Olaguer alzando la voz-, tampoco están diezmados y
siempre está la posibilidad del enfrentamiento, y ahí siguen siendo peligrosos
como siempre porque siguen sin respetar las reglas. Los derechos humanos
todavía no consiguieron neutralizarlos en eso. Además, quiero que eviten el
enfrentamiento, eso no es un deporte, Balbuena.
-Esos de los
derechos humanos me empiezan a gustar –desliza un irónico Tonioni.
-Por ahora
nos convienen, nos cuidan de los abusos de la policía y de las distracciones de
los jueces, pero pueden volverse en contra. No están de nuestro lado, no se
engañen. Si la misión de ellos se cumple totalmente, la policía y la justicia
se ajustarían demasiado a la ley y trabajarían en serio. Lo mejor que nos puede
suceder es que sigan en la lucha pero sin avanzar demasiado.
-¿Entonces
qué son, amigos o enemigos? –inquiere confuso Torres.
-Para
Ustedes no son nada. El único amigo que tienen soy yo y todo el resto es
enemigo. Si entienden eso, todos nos beneficiaremos a lo grande. Acomódense que
les sirvo café.
-No para
mí –dice Springer, nauseado por todo lo presenciado.
-¿Que pasa,
no te gusta el café?
-Antes me
gustaba, ahora no.
Vuelven a sonar golpes en la puerta interior y Olaguer
vuelve a responder con una pregunta:
-Goitía?
-Sí –vuelve a oírse.
-No, ya te dije que ahora no; sigo ocupado –dice apurado y
de inmediato se pone a servirles el café.
Springer lo mira hacerlo, en tanto lucha por controlar la
contractura que se le ha hecho en la nuca. Bobo, ese viaje en Mercedes te va a
complicar las cosas. Te hubieses tomado el colectivo, que igual iba a ser un
Mercedes Benz.
...
Acariciado por un sol fuerte como
para hacer brillar las minúsculas gotas que la escarcha dejó en el césped,
Springer termina de cruzar la calle y pulsa recatadamente el timbre;
contrariamente a su deseo, los arrumacos del sol no logran relajarlo. No desea
pasar por esto pero no tuvo manera de resistirse a ver a su hija, no encontró
la forma de convencer a su corazón de que siguiese postergando un contacto tan
reclamado; tampoco de que demorase el otro contacto, el temido, pero que tenía
que cumplir para regular en algún sentido su estado sentimental. Tiene que ver
a su esposa al menos una vez, verla desde la distancia que han puesto los
últimos días y, aunque no termine de admitirlo, la que puso la presencia de
Chela; Chela es muy importante en su vida puesto que él ha decidido que ya tuvo
soledad para saciarse y aunque no sabe bien qué siente ella, está seguro de que
por un buen tiempo la tendrá a su lado. Además, lo que resuelva determinará la
futura relación con su hija, ésa que está viendo venir para abrirle la puerta.
Sus manos están vacías porque ignora
qué golosinas le gustan a la nena y no es de los que regalan lo que venga; lo
están también de amor, porque no se construyó una relación suficiente entre los
dos. Sí hay mucho afecto, mucho cariño, y de pronto comprende, visualiza lo que
será, todo lo que podrá ser la relación entre ambos: un formal vínculo
padre-hijo, donde cada uno podrá decir que tiene al otro, donde no estará
ausente el cariño y el compromiso y donde en un futuro lejano podrá haber hasta
una amistad; vale decir, sólo un vínculo formal. No ve allí la viabilidad del
amor, de la entrega mutua, porque no estará lo convivencia, porque no habrá
dependencia, porque sí habrá otro ocupando el lugar del hombre y porque no
habrá, de esto está también seguro porque acaba de entenderlo, de sentirlo
consolidado en su interior, no habrá el vínculo afectivo con la madre. Acaba de
entender que con ella no podrá haber más que otra relación formal porque hay
una historia compartida y hay una hija, pero además hay una traición, hay la
maldad de presentarle su abandono como un hecho consumado, de hacer las cosas
de modo definitivo, irreversible. Que esa deslealtad él puede encajarla sin
dificultad en lo que conoció siempre de ella, en lo que ella es como persona;
que no hizo nada diferente a lo que sabe y puede hacer y además que lo volvería
a hacer; y que todo eso fue injusto, terriblemente injusto porque ella supo
siempre cómo habían sido las cosas con su encarcelamiento y no le importó, como
nunca le importó nada más que su voluntad y su capricho; y que afortunadamente
le sucedió esto y puede liberarse de una mujer negativa, si en suma ella nunca
fue capaz de valorar las cosas y al final él estuvo dándole perlas a los
chanchos con esa mina; y que por todo eso esta situación no tiene retorno y se
puede ir todo ya mismo a la putísima madre que lo parió. Sol do.
De vez en cuando la vida –bien vale
usar la frase- reserva sorpresas gratas, como esta de que a Springer le
resultase tan fácil, tan inesperadamente fácil echar la tonelada que lo estaba
aplastando con toda la fiable amenaza de quedarse ahí arriba por mucho tiempo;
la intensidad del alivio que está vivenciando sólo es comparable al agobio que
traía al llegar y no siente ya la necesidad
de escapar como la sentía en otro tiempo, cuando estaba allá en aquel otro
agobio. Por supuesto no se le olvida que donde hubo fuego cenizas quedan y que
esta movida quizá traiga sus remezones, pero está conforme con el avance.
Consigue juguetear sin pesadumbres con la niña, consigue pactar sin dificultad
un régimen de visitas y una cuota para alimentos.
-¿Cuándo puedo venir a buscar mis
cosas personales?
-Te las puse a todas en unas cajas,
están bien conservadas, vení cuando quieras.
-Veo que planeaste todo con
cuidado...
-No me jodas.
-¿Te llama mi abogado o me llama el
tuyo?
-Tomá el teléfono del mío –ofrece
ella.
Consigue también terminar sin rabia
el café servido en su antigua taza favorita y para sellar con un símbolo eficaz
su nueva vida afectiva, condena esa taza al cosaco destino de ser arrojada
hacia atrás por encima del hombro y con fuerza, para que se haga añicos igual
que sus falsas ilusiones.
Ellas y la taza, ya no tenían razón
de ser.
La oficial inspector Noemí Goresnik
está muy molesta con el cariz que adquirió esta tarde de miércoles. Como su
apellido polaco refiere, es una rubia cenicienta de ojos verdes, en los cuales
parece haber depositado toda la desolación que un furioso vendaval de
complicaciones le trajo justo cuando empezaba a creer que podía con su pila de
trabajo pendiente. Como jefa del servicio de calle de la comisaría, sobrelleva
una carga doblemente pesada: los rigores
de un puesto duro, y además demostrar que una mujer puede hacerlo, porque ella
es la primera en acceder a una posición eternamente pensada para varones.
Posición que le evita ser víctima de la vorágine papelera como los demás
oficiales, pero la obliga entre otras cosas a encargarse de la investigación en
los delitos graves; y eso es lo que está haciendo ahora a bordo de ese bólido
con sirena: va a uno de los dos antiguos frigoríficos ubicados a la vera de la
Ruta 9 vieja, porque ahí funciona un remate de carnes y acaba de ser asaltado,
pero no asaltado así nomás, sino con una ametralladora UZI. Es poco lo que sabe
del asunto, sólo lo que puede contener un escueto llamado telefónico hecho
desde el lugar una vez que los asaltantes se fueran y hecho por el policía que
estaba de vigilancia y que como dijo, pudo hacer el llamado porque además de no
vestir uniforme, se quedó absolutamente quieto durante el asalto. Pero muy
pronto va a saber todo lo demás, porque el fétido olor que hoy al igual que
cada día de los últimos decenios inunda la zona –menos mal que es invierno, se
dice, porque esto en verano es terrible- le anuncia la proximidad del
frigorífico. Tras el puentecito sobre el arroyo “Las Tunas”, el chofer volantea
a la derecha y apagando el ulular –bien llamado “rompetímpanos”, piensa
Goresnik- hacen una entrada que no podría decirse triunfal pero sí recia, al establecimiento
faenador.
-Y, una metra es una metra –arguye
como manera de justificar su inacción el policía que sigue estando vivo para
contar lo que está contando-. Un loco hijo de puta, canoso, seguramente
enchufado con falopa, entró tirando una ráfaga al techo, mire inspector, ahí
están los balazos en la loza –guía apuntando con el dedo- y por allá tienen que
estar las vainas servidas. Fue una ráfaga corta, como para que se entienda la
cosa, y después gritó que todos contra las paredes y como quería más velocidad,
tiró otra ráfaga. Lo del cajero fue mundial, para que se apure a entregarle el
efectivo, otro chorro, no el de la metra, uno más gordito, con manchas rojas en
la frente, le puso un revólver 38 al lado de la oreja y tiró; el pobre se
agarró la cabeza pero enseguida se apuró a llenarle la bolsa. Hizo bien, eran
tipos terribles, jefa. Había uno más, flaco y de pelo enrulado, debía ser el
chofer porque se quedó más atrás, incluso como de campana; ví que se fueron en
un Torino cupé marrón, pero no alcancé a tomarle la chapa.
-¿Era una UZI? –quiere certificar
Goresnik.
-Sí, por supuesto. Idéntica a las
nuestras.
-¿Qué otras armas había?
-Eso lo vi bien. El loco llevaba
además de la UZI, dos Browning nueve milímetros calzadas al revés en la
cintura, una a cada lado como para arrancar tirando con las dos manos juntas,
un tipo muy peligroso. El otro tenía el 38 en la mano y una nueve en la
cintura, llevaba la campera desprendida, es lógico. El tercero tenía una 45, o
sea una 11.25, alcancé a verle el seguro de empuñadura, quiere decir que era
Colt. Es mucha ferretería.
-¿Hay algún herido?
-Al cajero le quedó doliendo mucho
la cabeza por el ruido del disparo, lo hice llevar a la clínica; los demás
estamos todos bien. Si quiere saber cuánto se llevaron, le doy con el gerente.
-Bueno –dice abstraída Goresnik.
Está pensando en la UZI robada ayer en Accassuso a dos policías asesinados.
Para ir con rapidez desde Las Tunas
a Benavidez todo lo que hace falta es una buena acelerada por la ruta 9 y sin
meterse por la avenida Henry Ford, única posibilidad de error para quien no
conoce el área. Pero quien la ha transitado, como Torres, necesita entre cinco
y diez minutos –según su humor para dialogar con un motor Tornado de siete
bancadas- y estará en destino, dentro de la casilla, contando la plata del
botín con sus incondicionales.
-La boca se te haga a un lado –le
dice a Tonioni cuando éste comenta que el conjunto de sus armas puestas sobre
la mesa tal como las han dejado, está para la foto periodística del
procedimiento policial.
-Fuera de joda –insiste el Bambi-,
una metra, tres nueve, un tres ocho y una cuatro cinco no es moco de pavo.
-Así pareció hoy en el frigorífico
–tercia jactancioso Balbuena- porque nadie movió un pelo. ¡Al que se le
movieron solos los pelos fue al cajero ése que le tiraste en la oreja,
ja-ja-ja! Che, Colino, acá tenés la
parte del doctor –arrimándole un envoltorio en papel de diario atado con la
piola de una caja de pizza-; van a ser las ocho, así que andá a la ruta a
encontrarte con Goitía.
-¿Yo solo?
-Sí, yo no tengo ganas de moverme
–dice Balbuena.
-Yo tampoco –se adelanta Tonioni.
-Estoy pensando, Bambi –comienza
Balbuena tras la salida de Torres- que si el tordo llega a la conclusión de
nuestra intervención en lo del bajo de Libertador, va a querer sacarnos los
fierros, la tartamuda, ¿viste?
-Y bueno, qué se yo, se la
discutimos –opina el otro.
-A esta altura y con esta
ferretería, yo se la discuto a los tiros –resuelve el Chochi.
-Sí –coincide Tonioni-, total las armas
las tenemos nosotros, ya son nuestras. Y me pareció que el tío se pasó de vivo
el otro día, no me gustó cómo actuó, me rompió los huevos, te voy a decir.
-También a mí –acuerda Balbuena-,
pero por ahora nos conviene, fijate que hoy hicimos un pedazo de guita. No sé,
se me ocurre que sigamos y cuando deje de gustarnos, estudiamos una solución.
Seguramente vamos a tener que hacerle la boleta, qué se va a hacer. Pero no nos
apuremos.
Torres está entrando, de regreso de
su cita con Goitía, y al mismo tiempo está informando:
-Todo bien, le dí la guita, la contó
y se fue.
-¿Dijo algo de las muertes de ayer?
–inquiere Balbuena.
-Nada.
-¿Y no dio instrucciones para otro
trabajo?
-No. Que nos quedemos quietos y que
el viernes llamemos por teléfono.
-Dos días de franco, ese es un
patrón. Bueno Colino, andá a comprar comida y traeme veinte mogras de blanca.
¡Que sea de la buena, eh!
El frontispicio del chalet que
habita Olaguer tiene una serena belleza que no puede ser opacada ni por la
rechoncha figura de Goitía recortándose entre las columnas cónicas de la
galería y contra el lustre dorado del barniz de la puerta, ni por la despintada
imagen del Fiat 125 que dejó estacionado al otro lado de la reluciente verja de
estilo. La fina habilidad en la disposición de la vegetación circundante
–escasa pero significativa, palmeras incluídas- y de las lámparas y reflectores
que alumbran el cuadro, suministra el encanto, el componente impalpable y
consistente a la vez para que se cumpla la primigenia intención de lograr
categoría.
El abogado hace entrar a su
colaborador y recibe en sus manos el dinero recogido, preguntando con una pizca
de nerviosismo:
-¿Y, todo fácil, sin discusiones o
cosas así?
-Todo bien –afirma el otro.
-Perfecto. Ahora leéte el diario, ese
asunto de cinco homicidios en Accassuso, ayer al mediodía.
-Ya lo leí, ¿qué puedo decir?
-Vos nada. Yo sí. Digo que estos
infradotados no sirven para mis fines organizativos. Voy a usarlos un par de
veces más, para unas cosas difíciles que hay que hacer, y después les voy a dar
disposición final. No puedo operar con psicóptas como esos, son un riesgo muy
grande.
-¿Disposición final? –desliza
Goitía, exagerando su asombro.
-Sí, es algo que tengo que aprender
a manejar. Entregárselos a ciertos policías para que los pasen a mejor vida.
-Disposición final... ¿Por qué no
dice directamente boleta? Si éstos tres ya son boletas caminando, con todos los
homicidios que vienen juntando. Se los da a una brigada de investigaciones, que
no les van a dar la voz de “alto quien vive”. Más bien les van a decir “quién
vivía”.
-Te imaginás que yo no voy a dar la
cara para una cosa así.
-Sí, ya sé, para eso me paga a mí
–sintetiza Goitía-. Déjeme ir viendo con quién se puede hablar, eso no es para
ofrecérselo a cualquiera. Y cuando Usted crea que es el momento, me avisa y
preparamos todo.
-Correcto. Pero cuidate muy bien de
mantener mi nombre fuera de la cosa.
Al llegar el miércoles a mi trabajo,
encontré sobre la mesa un matutino de ese día. Me vendría bien para entretenerme
un rato. Organicé mis cosas como de costumbre –ya tenía hecha una costumbre- y
tomando mates casi tan buenos como los de mi madre, me puse a hojear. Llego a
la página policial, leo un titular y parte de la nota y otra vez el mate
perdiendo su sabor. Hijos de puta. No había descripción física ni mayores
datos; locos sueltos hay muchos; pero de cada palabra de esa nota me llegaba un
extraño fluído, algo imperceptible que me hacía entonar Balbuena-Tonioni-Torres
como un estribillo. Arrojé el diario, respiré hondo un par de veces y al volver
a libar, el gusto se había corregido. Pensé en mi franco: hacía ocho días que
estaba metido ahí y quería una noche libre para salir con Chela porque eso de
andar por los hoteles de tarde y a las corridas, francamente...
Llegó Caballero y lo encaré: obtuve
el descanso para la siguiente guardia; también le pedí plata y me la dio, casi
toda la que había ganado ya. La embolsé, firmé el vale y calculé: suficiente
para dar algo en casa, comprar alguna ropa y hacer una buena salida nocturna
con Chela, una salida con cena, una película y esas cosas.
Me apresuré en llamarla antes de que
saliese al trabajo, para invitarla y que consiguiese la noche franca; aceptó
directamente, descontando que esa noche sería para mí; y eso fue algo que me
hizo sentir bien, de una forma extraña, edificantemente bien.
Pasaste a buscarla por su casa y se
fueron tomados de la mano hasta que un rato después sentiste ganas de abrazarle
la cintura y lo hiciste; sentiste su satisfacción y también la viste, la
sentías en las ondas que te llegaban desde su cuerpo eufórico y la veías en eso
lindo que emanaba de su cara y que no pudiste describirte, y que de la misma
forma extraña te hacía sentir tan bien.
Comieron de maravillas en aquel
sitio sin lujo pero tan cómodo, y descubrieron que ambos querían ver la misma
película. No sólo el film era estreno, también lo era la situación porque nunca
habían salido juntos de ese modo; habían estado juntos pero escondiéndose,
nunca fue el estilo de ella exhibirse con sus amantes, lucirse con ellos,
porque a fin de cuentas eran amantes, no eran parejas ni novios ni enamorados y
ella tenía esa particular manera de cuidar su imagen; y volviste a sentirte tan
bien de esa forma extraña, cuando advertiste ese cambio, advertiste que esta
vez no estaba escondiendo lo que hacía con vos, al contrario, estaba
mostrándolo a quien quisiera verlo. Pero mejor, mucho mejor aún te sentiste
cuando camino al hotel te iba diciendo que era la primera vez, la primera vez
que tenía un tercer affaire, un tercer turno, que en realidad estaba muy lejos
de haber salido tres veces con alguien.
Sin saber por qué lo hacías
detuviste el andar y la besaste, con muchas ganas y muy tiernamente; sentiste
una gran ternura y deseos de abrazarla, Springer, y lo hiciste; fue un abrazo
tímido, un abrazo corto pero lo hiciste y continuaron el camino tomándose ambos
de las cinturas, apretándose fuerte con los brazos y luego en la cama ella
estaba afectuosa, no era la Chela libidinosa de siempre, la Chela salvaje, era
una Chela tierna que te daba algo que captabas como cariño, sentías su cariño.
Y no te dejó penetrarla sino que te tendió espaldas abajo y fue acariciándote
con la lengua, con la punta de la lengua por un lapso que se prolongaba
demasiado y te hacía arder por que llegara al sitio clave de tu cuerpo, pero al
mismo tiempo no lo querías, querías que siguiese aún por donde estaba, en
realidad querías que estuviese en todo tu cuerpo al mismo tiempo; hasta que
llegó por fin a ese sitio donde se detuvo y allí se obsesionó, pero con una
obsesión calmada; y no dejó que le hicieras a ella lo mismo sino que tomó
distancia para que no pudieras otra cosa que acariciarla con tu brazo estirado.
Y allá se quedó ocupada pero con lentitud, con detenimiento; y con afecto,
también así te hacía sentir su cariño, en un asunto donde no habías imaginado
que pudiese haber cariño. Tardó mucho, muchísimo, o acaso vos tardaste porque
no querías que eso finalizara y porque tampoco ella te ayudaba, ella dejaba que
todo durase lo que tuviese que durar; no obstante el final iba anunciándose
pero de una forma especial, con un placer inusual que iba creciendo lentamente,
paulatinamente y te hacía decirte una y otra vez entre pico de goce y pico de
goce que eso era descomunal, que estabas conociendo lo supremo, que habías
encontrado a la hembra de tu vida. Y eso mismo te estabas diciendo cuando
irrumpió el final, arrollador, indómito como son esos finales, un final que
Chela... un final que Chela se bebió, se lo iba bebiendo trago a trago a medida
que se los ibas sirviendo, te estaba bebiendo de la forma más lujuriosa pero
también la más amorosa, de la forma más desenfrenada pero también la más
bonita, de la forma más inesperada pero también de la forma que más ibas a
desear a partir de allí, a partir de ese cénit en que primero se te fue
anunciando de a poco y luego se te presentó vívida la idea de que Chela, además
de la hembra pudiese ser, pudiese estar empezando a ser la mujer, la mujer de
tu vida. De momento lo que sentías en tu interior, en tu felizmente
sorprendido, felizmente agasajado interior era que habías conocido lo que era
una mujer en toda su dimensión, una hermosa mujer con todas las de la ley.
Idea que después se te robusteció
porque te dijo que no había hecho un brindis como ése antes, que ese trago
siempre lo mantuvo reservado para una ocasión especial, o sea, que también en
esto era la primera vez, también acá debutaba con vos, que eras, a fin de
cuentas, una ocasión especial. Dos debuts con ella en una sola noche era mucho
decir, pero más decir era que le creíste, que no tuviste la menor dificultad en
creer lo que dijera e inclusive, que de ahí en más estabas dispuesto a creer,
ibas a creer cada cosa que ella quisiera decirte porque entendiste, sentiste
que esa es la forma de proceder con la mujer de uno... cuando la mujer de uno
lo vale, claro. No ibas a decir el amor de tu vida, pero Chela podía estar
empezando a ser la mujer de tu vida y eso, eso te hacía, de una forma extraña,
increíblemente bien.
Volví al trabajo el viernes, hecho
una seda. Y renovado, después de treinta y cuatro horas dedicadas a despejarme
y a Chela. Tanto que hasta Oviedo me pareció simpático cuando nos cruzamos: el
negro salía del galpón del fondo portando su consabida cara de culo y dos
bolsos notoriamente pesados. La curiosidad me invadió pero los años me habían
enseñado a contenerla: corrí con disimulo a mi habitación y desde la ventana sí
lo observé. Metió los bolsos por la puerta trasera de la combi que llevaba el
logotipo de Industrias Fernandez, estacionada en la puerta. Actuaba con
naturalidad, no tenía por qué hacerlo de otro modo; pero se me había metido que
en eso que hacía había algo de furtivo. Tal vez el oficio... el empleo me lo
habían quitado tres años antes, pero el oficio queda, eso no pueden quitarlo.
Lo vi cerrar con llave la puerta de
la casa y salir solo en la combi; dejé de pensar en el asunto hasta que una
hora después volvió, esta vez siguiendo al Volvo que tripulaba Caballero, quien
bajó como urgido y se metió en la casa, sin dejar de apretar contra su cuerpo
un envoltorio de papel manila. Trepó al piso superior y al rato vino a mi
lugar:
-Buenas noches –dije por formalidad.
-Acabo de hacer una venta de la
mercadería que tengo en el fondo –explicó agitado. Cobré efectivo y lo puse en
la caja fuerte de mi dormitorio. Es mucha cantidad, tenga cuidado esta noche;
mañana lo llevo al banco. Ah, Oviedo se queda; anda bien con una de las
domésticas y me pidió permiso para pasar la noche con ella. Está autorizado.
-Está bien –dije mientras él se
retiraba, y me enfrasqué en sacar cuentas. Tal vez la curiosidad. O el oficio.
No había estado muy errado al desconfiar, porque por mejor voluntad que
pusiese, nunca lograba que me coincidan los montos: la máxima cantidad de mercadería
que podía caber en esos bolsos no alcanzaría a valer la décima parte de la
mínima cantidad de dinero en australes o dólares que podía caber en el sobre de
Caballero.
Caballero y señora habían marchado a
sus aposentos de arriba y el servicio doméstico había desaparecido en sus
habitaciones, Oviedo en una de ellas. Apagué la radio y puse a calentar agua en
la pava, me calcé la pistola nueve contra la mitad derecha del abdomen y me
dispuse a hacer una ronda, la última antes de acostarme. Agucé el oído un
instante: ni una mosca, todo en orden, la calle en calma. Cuando estaba por
abrir la puerta del cuarto, un sonido sorpresivo y estridente me erizó la
espalda: golpes metálicos en el vidrio de la ventana, con una moneda o una
llave. Giré violentamente sacando la pistola y distinguí al colorado Aníbal
allá afuera, haciéndome señas de que le abriera la puerta de la casa.
Con señas también le pregunté qué
quería y le indiqué mi reloj: era tarde para visitas. Sonrió pícaro, como era
habitual en él; me hizo ademán de tener frío y era cierto, hacía frío afuera;
me hizo entender que necesitaba hablar con Caballero. Después de todo era un
empleado de confianza, algo debió pasar para que viniese a esa hora sabiendo
que el otro dormía; fui hasta la puerta y dudé: ¿No vendrá apretado éste, no lo
traerán amenazado para que haga abrir? Atisbé por el visor, uno de esos que
deja ver casi la puerta misma, y nada. Imposible una treta, además el tipo
estaba tranquilo, sonriente, bromeaba con eso del frío. Puse el arma nuevamente
en mi cintura, pero dejando mi mano en la empuñadura, y abrí.
Los perros, desde adentro, se prodigaron en un alborotado coro de
ladridos. Aníbal no entró, se quedó ahí parado, había dejado abierto el portón
de la verja y sonreía. Iba a preguntarle algo, cualquier cosa, si había venido
a pie, por ejemplo, porque no veía ningún vehículo; el pomo de la puerta se me
va de la mano a causa del hombrazo del pelirrojo, la placa se abre
violentamente y golpea en la pared y rebota contra mí y se vuelve a
abrirse hacia la pared y él la afirma
para que quede fija y escapa hacia afuera, se pudrió todo; estoy sacando el
arma, bajando el martillo, viendo al colorado tirarse de bruces sobre la verja
y al Chochi Balbuena aparecer delante de mí con una ametralladora que escupe,
escupe, y siento todo el miedo posible pero me lanzo de espaldas contra la
pared para esqivar y tiro al bulto sin mirar, la ráfaga se interrumpe y cruzo
la pierna izquierda y engancho con el pie el borde de la puerta para cerrarla
de un tirón y huir hacia la pieza; allá voy doblando el pasillo, mirar y ver
que la puerta no cerró porque el cañón se interpuso contra el marco, quiero
correr y como en esos sueños tantálicos corro y no me muevo de donde estoy, eso
es lo que me parece y oír otra vez el golpe de la puerta contra la pared, está
toda abierta entonces, tirarme sobre la mesa revoleando la pistola a la cama y
agarrar mi metralleta Halcón; quedo sentado en el piso encañonando la puerta,
va a aparecer ese hijo de mil putas, a ver si te la vas a llevar de arriba,
saco el seguro, el dedo sobre el gatillo, contenerlo y ver a través de la
ventana a mi izquierda a Tonioni y Torres, sus cabezas; me paro de un salto,
veo sus cuerpos, sus brazos y sus manos con armas, Tonioni con dos, Torres con una
45 y tirarles ráfaga al bulto y el estallido del vidrio no deja ver, y boom,
boom, boom, una 45 a mis espaldas, estoy frito. Menos mal que visité a mi hija.
Qué suerte haber tenido ese momento con Chela.
Me enardezco, ardo en rabia, hijos de recontraputas cómo me van a
matar así, pero no me siento herido, estoy bien y se me fue el miedo, el
paralizante, me queda el otro, el del instinto de conservación, el salvador.
Ahora estoy en mi salsa, conozco bien ese miedo y los impulsos que genera, a la
acción carajo, conozco bien esa acción; salgo hacia el pasillo, la Halcón
delante, hago mierda a cualquiera, no me madrugan ya, no pueden, pasó la
sorpresa, estoy funcionando, ahí va a estar Balbuena, antes que pueda gatillar
va a estar muerto, salto a través de la puerta contra la pared opuesta del
pasillo, apunto y lo veo... a Oviedo con una 45 en la mano, deteniendo su
carrera en el hueco de la puerta y mirando para afuera; llego hasta su lado y
vemos a esos cuatro escurrirse en un Falcon gris y salir patinando, no se puede
tirarles ya, desaparecen en la bocacalle. Se me van las fuerzas, no entiendo
nada, ¿fue un sueño? No, no lo fue, fue realidad, tanta como ver a Caballero
bajando la escalera con otra Halcón en las manos; siento que el negro me empuja
hacia adentro y cierra la puerta con llave.
-¡¿QUÉ PASÓ?! –pregunta Caballero, pálido, trémulo, apenas logrando
hablar.
-¡¿Qué se yo?! –Oviedo que contesta, grita nervioso y me señala:
-¡Este les abrió la puerta!
...
Desde
la puerta interior del estacionamiento, Ferré levanta la mano derecha para
terminar de despedir a su superior; el insolente salvavidas que impone su
indisimulable presencia a la zona media de Moreno, le hace pensar en
aconsejarle un cambio de chaquetilla por otra más grande; pero descubre que
entonces todo su cuerpo aparecería como es, gordo en progreso, detalle que
seguramente el otro ha considerado a la hora de sentir cinchados sus flancos.
Resuelve olvidar la cintura de Moreno y pensar en la propia, esa que tantea con
los nudillos de la izquierda apoyados para sostener el brazo en jarra: sonríe
con satisfacción.
Baja
la mano cuando lo ve meterse al habitáculo y gira sobre sus pies al compás del
golpe tozudo con que se cierra la puerta del patrullero; cuando está entrando
hacia su despacho, un agente le agita desde lejos el auricular de un teléfono,
gritándole que se trata del segundo jefe de la brigada de investigaciones
local. Acelera su paso, levantando
nuevamente la mano derecha, esta vez para señalar que atenderá en su
escritorio:
-Hola
–dice al sentarse.
-Soy
el comisario Salcedo, quiero hablar con el comisario Ferré.
-Habla
Ferré, Salcedo, ¿cómo te va?
-Bien.
Me encargó mi jefe que coordine un tema con vos, él no pudo venir hoy.
-Conociendo
como conozco a tu jefe, estimo que estará durmiendo la mona, porque sus fines
de semana empiezan la noche del viernes. Algunos la tienen fácil.
-Mirá,
no llamé para oír tus conflictos. En todo caso, hay psicólogos.
-Okey,
por ahora quizás los necesite. Pero si esta Policía dura hasta el ’96 ó ’97 yo
voy a ser comisario general y mis conflictos los van a oír más de cuatro
parásitos.
-De
ilusión también se vive. Los tipos como vos jamás llegaron y si llegases, para
que puedas expresar alguno de tus conflictos un gobernador tendría que
nombrarte Jefe de Policía. Y los políticos no son estúpidos, Ferré. Ahora si
como persona sensata tu intención es llegar para completar como se debe tu
cuenta bancaria, entonces preocupate por las estadísticas, y justo por eso te
llamo.
-Sé
que me llaman por eso, de ahí mi mal humor.
-Somos
policías igual que vos, y superiores a vos. Queremos ofrecerte nuestra
colaboración, tenemos la obligación de trabajar en conjunto.
-¡Cuánta
abnegación! Hagamos algo, Salcedo: no sigamos esto por teléfono; vení y lo
charlamos personalmente, soy capaz de esperarte con café.
-Estoy
saliendo.
Ferré
cuelga y dejándose caer en el respaldo, se entrega al tempestuoso bamboleo de
pensar que invirtió a fondo 25 años de su vida y de su familia en una carrera
que va a dejarlo de a pie. Y que es verdad que esos conflictos quedarán
limitados a un diván freudiano, en el caso de que él quiera canalizarlos, porque
en la policía no será, él no llegará a comisario general. Atiende el teléfono
que empezó a sonar a su lado y recibe de Moreno dos datos importantes: que el
laboratorio balístico estableció que vainas y proyectiles proceden de la misma
ametralladora, esto es, hay una sola banda. Y que fue hallado el Falcon, en las
inmediaciones pero sin huellas útiles. Se siente seguro para arriesgar una
opinión:
-Creo
que no será difícil dar con estos tipos: no son grandes profesionales ni muy
inteligentes. Están asesinando policías en balde, andan a la deriva. Y por su
aparición espontánea, deben ser liberados recientes de alguna cárcel. Voy a
conectarme con el servicio penitenciario, a ver qué consigo. Y estoy esperando
a Salcedo.
-Ya
sé, ya avisaron. Mucho cuidado, andan muy bajos en su estadística, si no la
levantan, pierden la brigada. Te lo digo de buena fuente.
-Hacés
bien en confirmármelo, pero yo lo sospechaba. Tengo que cortarte porque acá me
dicen que llegó Salcedo. Chau.
Otra
vez con la derecha alzada, da a entender que el visitante puede ingresar; se
pone de pie para recibirlo y cuando tiene frente a sí la mirada felina de ese
antiguo compañero de brigada famoso por sus facciones batracias, le tiende como
es de práctica la mano y le muestra la silla donde puede depositar su corpulencia.
-¿Cuál
es el motivo de tu mal humor? –inquiere Salcedo.
-Personajes
como tu jefe o el mío.
-Hay
una banda haciendo estragos y nuestra obligación es sacarla de la calle.
-Okey,
sacarla de la calle. No tenemos la obligación de mandarlos a la morgue.
-Van
a resistirse –certifica el invitado.
-Seguramente,
y seguramente mueran, pero como consecuencia de su resistencia y no por
intención de embellecer una estadística. La de Ustedes viene mal y tres
peligrosos pistoleros abatidos serán un buen poroto.
-Por
supuesto que será bueno, todos tenemos que preocuparnos por las cifras. Vos
sabés que eso sale en los diarios y la televisión y los delincuentes muertos en
enfrentamientos le hacen muy bien a la Policía y al Gobierno.
-Y
también a Ustedes –agrega Ferré-, que así podrán seguir en una brigada que
produce tantas rupias.
-No
voy a decir que tengo que comprar la leche para mis hijos, pero tengo que
pagarles un colegio caro. Y no sé de qué hablás vos, si tampoco vivís del
sueldo, tus hijos no van a la escuela pública, ¿o sí?
-Salcedo,
cuando yo me tope con ellos, voy a darles voz de detención.
-¿Cómo
les vas a decir, “Alto en nombre de la Ley”? Ja, ja, lo tuyo suena elegante,
pero no podemos toparnos con ellos, tenemos que prepararles una emboscada. De
lo contrario, se arriesga mucho el resultado final y también al personal que
intervenga. ¿No te preocupa tu personal?
-Sí,
por eso voy a estar yo al frente de las acciones, para que no haya más riesgos
que los necesarios.
-¿Llegaste
a comisario para exponerte como uno más?
-Y,
ser comisario de la burocracia es fácil, Salcedo, pero yo soy comisario de
policía.
-Ferré,
esos tipos mataron a dos policías.
-Me
conmueve tu solidaridad: un alto jerarca preocupándose por la plebe. Mirá, a
los tipos como vos les importa un comino la muerte del personal subalterno, a
menos que le puedan sacar alguna tajada.
-¿Qué,
también te hiciste zurdo de los derechos humanos?
-No,
me hice legalista. Para mí acá hubo homicidios y tengo que esclarecerlos todos,
sean o no de policías.
-Date
cuenta que al que no le importan los policías asesinados es a vos.
-Acabo
de decirte esclarecerlos. ¿O vos sugerís que salga a vengarlos?
-Bien
Ferré, interpreto que pretendés comerte este trabajo...
-Sí.
-¿Y
qué pensará de eso tu jefe regional?
-El
no va a enterarse, a él voy a decirle que colaboraremos. Pero la información
que yo consiga será mía. Ahora si Ustedes dan con los tipos y quieren que yo
los acompañe, de mil amores. Pero después del procedimiento ¡y esto por favor
remarcáselo a tu jefe!, en los papeles van a figurar las cosas exactamente como
fueron.
-Es
notorio que no querés llegar a comisario general y que necesitás un psicólogo.
Pero también que sos un resentido.
-Eso
es absolutamente cierto, y hay motivos.
...
...
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