Advertencia:
Por supuesto, los nombres y lugares han sido cambiados, así como fechas y otros datos. Pero apenas lo necesario para resguardar a la dama involucrada, cuya identificación es imposible. Y hubo casos en los que por no poder lograrse, no fueron incluidos.
Un ósculo para aquellas
que se reconozcan en el relato.
Hola, me llamo Damián y seré el personaje central de esta novela
testimonial. Los personajes no solemos presentarnos porque eso ya se incluye en
el texto; sin embargo yo acá tengo necesidad de hacerlo porque en rigor no lo
soy, estoy prestado. Soy el protagonista de una novela del policial negro del
mismo autor, quien acuciado por sus temores me puso también a cargo de ésta y,
dicho sea de paso, me siento bastante descolocado.
Claro, para empresas delicadas se piensa en alguien de confianza y yo le
resolví muy bien los entuertos que planteó en aquella obra: a veces el mérito
es una navaja de doble filo. Porque allá era un joven hampón que disparaba
ráfagas y conquistaba a la mujer de su vida, y acá tengo que sobrellevar diez
años las desgracias de un veterano complicado, intelectualón y sin dinero, que
en conquistas anda a los saltos por un bizcocho. Tantas veces rezongué que por
qué no hizo una novela autobiográfica relatando sus vivencias con su nombre y
protagonismo... hasta que caí en la cuenta de aquellos temores que mencioné.
Él quiere contar sus experiencias amatorias en sus cuarentas, las que no
fueron lo que se dice felices... Dicho sin eufemismos, fueron bastante
nefastas. Y las quiere contar con tanta objetividad, que por momentos, varios
momentos, queda como un fracasado, hasta ridículo... como un infeliz, digamos.
Y no cualquiera tiene las agallas para exponerse de esa manera, por cuanto es
mejor poner a otro a hacer el trabajo sucio. Así él puede sustraerse de las
obligaciones de la crónica y contar lo que quiere, no contar lo que no quiere y
cambiar lo que quiera cambiar; y como si no le bastara, criticar a las mujeres.
Encima, pretende hacer ensayo dentro de la novela, entonces tengo que aparecer
más veces de las que me gusta hablando párrafos enteros como si fuese un
sociólogo trasnochado.
Bah, así funciona el mundo, hay quien manda y hay quien obedece; a veces
se gana y a veces se pierde. Me queda el consuelo de que cuando ésto termine
volveré a ser un joven vigoroso en brazos de la mujer que adora, mientras que
mi mandante va a estar bien lejos de una ventura así. Ja.
Bien, cuanto antes empiece antes voy a terminar, así que al trabajo.
1. EL ROMANTICO
Provengo de una clase social entre media y un cuarto, aunque siempre me
sentí superior a todos los demás. Mi favorecido rostro de blanca fisonomía
europea, cabello que fue rubio y ojos verde claro, preside mi metro noventa de
porte elegante y atlético. Precoz en performance muscular, dejé también que mi
cociente intelectual me llevase sin esfuerzo hacia grandes proyectos y no pocas
envidias. Tanta ventaja me hizo feliz en mi adolescencia, pero empezó a
incomodarme cuando tuve que mezclarme laboralmente con los demás; necesité
entonces producir un hecho que notoriamente me ubicara en la medianía general.
Tenía que ser algo erróneo pero universalmente aceptado, algo contundente que
en sí mismo bastase para hacer a todos reconocerme como un igual. Me puse a
indagar qué podía ser y finalmente, a los 22 años, cometí mi primer matrimonio.
Cometer es un término de prontuario y yo creo que uno debería tener
prontuario no solamente por los delitos, sino también por las estupideces. Digo
estupidez en términos de conducta destinada al fracaso, porque casarse no tiene
por qué ser malo, hasta puede ser bueno, pero existen veces en que se hace mal
o sin suficiente fundamento y el resultado mediato no puede ser otro que el
colapso.
Por otra parte y para no ser injusto conmigo mismo, tengo que opinar que
hoy día hay una inmensa mayoría que debería tener ese prontuario abierto,
algunos uno frondoso.
Luego de una hija, un puntilloso desgaste de la relación y un penosamente
demorado divorcio doce años después, vinieron varios affaires femeninos como
para compensar las carencias, puesto que yo creo en la monogamia y había sido
un marido fiel; no voy a especificar si totalmente o mucho o poco, con “fiel”
se entiende suficiente.
La monogamia es para mí un imperativo porque soy un hombre de
sentimientos. Soy un latino fogoso y no me sirven las medias tintas: puedo
pensar en relaciones descomprometidas, pero el requisito sine-qua-non es que
ella no me llegue demasiado, porque si lo hace, quiero pasar a mayores. Por
ejemplo, hay sujetos que ante una señorita que les gusta piensan en tener sexo
con ella; yo en cambio, pienso en tener sexo con ella... durante mucho tiempo.
Y en el curso de ese tiempo, me aflorarán sentimientos.
Aquellos affaires fueron aventuras monogámicas –una a la vez- y muy
gratas, muy satisfactorias. Elegía bien, me correspondían bien, resultaban
bien. Pero se trata de un campo minado y ese “tan bien” que me iba no podía
durar mucho: con la octava o novena -no voy a decir cometí porque esta vez no
me casé- aparecieron esos sentimientos e hice una pareja con convivencia, o
sea, perpetré concubinato. Algunos científicos sostienen que la pareja humana
es un hecho químico que dura veintisiete meses: doy fe. Otra hija y cuatro años
más tarde me separé y para celebrarlo, a los pocos días cumplí 41 inviernos
(para qué decir primaveras).
Podría inferirse que a partir de ahí y para compensar mi fidelidad,
retomé por tiempo indefinido mi anterior vidurria de A.M.B.R. (aventuras
monogámicas de buen resultado).
...
Entre los avisos había varios que ofrecían reuniones bailables de Solos y
Solas, pero se me asociaban demasiado con los bailes de boliche y no terminaban
de inspirarme confianza. Quise insistir un poco en los grupos de charla, pero
con una táctica de trapisonda: igual que en algunos bailes de la adolescencia,
antes de entrar iba a montar guardia afuera para ver qué plantel femenino
ingresaba. Así lo hice una noche de sábado frente a un local de Belgrano, donde
no entré, y una tarde de domingo a metros de una confitería de Boedo.
Aquí ya estaba yéndome, hastiado de lo que me superaban en edad todas las
que iban llegando, cuando aparece tarde y apurada una morocha bestial que
desentonaba –para bien- con lo que allí dentro había. Volví a cerrar el taxi y
me metí apurado, como quien se retrasó. Ocupé una silla que había quedado libre
en derredor de una larga mesa donde todos estábamos, y vi que el nivel de hombres era diferente al
de mujeres por ser bastante más joven, lo que por otra parte, no hablaba nada
bien de la organizadora.
Casi todos habían clavado sus ojos y apuntado sus garras a la recién
llegada, que se dijo Francesca, soltera, de 46 años -de potra, pensé yo-, y era
portadora de una cabellera larga y azabache que vibraba y de una cola con
lordosis que no vibraba pero todavía hacía vibrar. Tuve suerte y me la llevé en
el taxi, pero en la butaca delantera; mientras íbamos hacia su casa puse un
casete de Ricardo Montaner que llevaba en la guantera, al principio porque
gozaba oyéndolo y después para ocasiones como ésta.
El viaje fue muy largo y la conversación muy amena; me contó que nunca
había estado en pareja y que tras el fallecimiento de su madre, se quedó
viviendo sola en su casa natal; y que su vida no tenía mayores complicaciones y
consistía en trabajar y hacer sociales. Sus facciones no eran bonitas, pero me
gustaba; me fascinan las caras bonitas, pero suele haber muchas caras no
bonitas que me subyugan por igual. Francesca tenía cierto tapujo que la hacía
impostar una distancia, como para no parecer barata o cediendo en su dignidad,
pero dejaba traslucir que se estaba poco a poco rindiendo; la charla y Montaner
estaban surtiendo efecto. Tenía una personalidad fuerte y algunos tics de
altanería que me parecían ricos; no podía saber si eran de ella o del momento y
de a ratos los relacionaba con su profesión de médica psicoanalista.
Al llegar cambiamos teléfonos y quise robarle un beso, pero no me dio el
más mínimo quórum; bien, cada mujer tiene su estilo, su método, sus tiempos. Me
dijo “chau, gracias por traerme, nos hablamos” con un tonito concheto que no
supe si fue una excepción o su regla, porque se bajó y entró en una casa
elegante de ese vecindario muy elegante y bien podía ser ese su tono habitual
cuando no estuviese dialogando con un taxista. Altanera, casa elegante, barrio
elegante, tono concheto...¡Uff!
Sin embargo, a los quince minutos sonó mi celular y Francesca me dijo:
-Damián, quería decirte que lo que hablamos me pareció bien y me diste
una buena impresión...
Yo, más expresivo, le dije que ella me había encantado.
-Si te parece, podemos vernos de nuevo –me dijo y gocé oyendo eso.
Quedamos en hablarnos a mediados de semana para un café.
Al hacerlo, dimos con inconvenientes para fijar la hora del encuentro. Al
decirle yo que los fines de semana disponía de más tiempo, ella me dijo que los
fines de semana los tenía siempre ocupados pero que se liberaba los días
hábiles por la tarde. Le expliqué que estaba alquilando el taxi por el turno de
07 a 19 hs. y que de lunes a viernes no podía interrumpir mis tardes de
trabajo. No acordamos nada y quedamos en volver a llamarnos, cosa que hice yo
el viernes. Volví a decirle que no tenía posibilidad de bajarme del taxi
durante las tardes hábiles y Francesca volvió a marcarme que sus únicos
momentos libres serían las tardes de los días hábiles. Cortamos.
Detuve el auto y blandiendo en alto mi índice derecho, trataba de armar
un silogismo en mi cabeza: A ver, me dije, si yo puedo los sábados y domingos y
ella no puede los sábados y domingos y si ella únicamente puede de lunes a
viernes a la tarde y yo no puedo de lunes a viernes a la tarde, quiere decir
que nosotros dos nos podríamos encontrar... nunca. Vale decir –proseguí- que
como dos más dos es cuatro y no es cinco, y nosotros dos no estamos en
condiciones de forzar la curvatura del Universo para poder crearnos un
espaciotiempo especial, la conclusión vuelve a ser que podríamos encontrarnos
jamás, never in the puta life.
Y logrado el silogismo, no la llamé más nunca never jamás.
...
13. LA SEDIENTA
Pasaba el tiempo y la copa se vaciaba y se llenaba en tanto que la lengua
se le iba entorpeciendo y su baile se hacía menos coordinado y sus ojos se
posaban cada vez más en mí. Decidí actuar mientras estaba a tiempo, porque en
ese estado todavía servía; por la cultura alcohólica que tenía, estaba apenas
entonada. Tenía que llevármela de ser posible antes de que volviese a llenar la
copa; me acerqué adonde estaba bailando sola e hice unos pasos para
acompañarla, para luego tomarle un brazo y arrastrarla a un asiento mientras me
decía que su nombre era Millie. Me aceptó de buen grado, pero justo en ese
momento apareció el champagne y también lo aceptó de buen grado.
Yo también había tomado vino y de ambos colores, y apenas había comido,
con lo cual no estaba tan entonado como ella pero lo estaba, y también acepté
el champagne. Se sucedieron las copas sin que pudiese convencerla de irnos a
tomar algo por ahí, y le decía tomar algo porque imaginaba que si decía café
íbamos a tener nuestra primera pelea antes de nuestra primera salida.
Después de la segunda copa burbujeante sí me tomé un café y ella, ella se
tomó la tercera. Y la cuarta, mientras yo terminaba el café. Y la quinta, al
tiempo que yo aceptaba la tercera y así estuvimos hasta que el champagne
desapareció y eso fue más de lo que Millie iba a tolerar, así que me dijo
¡Vamos! y yo la seguí entre los saludos de Etel y las felicitaciones de algunos
vagos, perdón, caballeros presentes.
Cuando íbamos hacia la salida, me dijo que su hermano era dueño de un pub
de Belgrano y que allí podríamos tomar champagne gratis, y yo qué iba a decir,
paré el primer taxi que vi en la calle. Ella dio la dirección y tratamos de
tener una charla que no encontraba su sentido, hasta que yo le di el único
sentido posible cuando me arrimé a su cara, bonita cara, olí su piel, bonito
aroma, y la besé: bonitos labios, bonito beso, bonita hembra.
El taxi se detuvo frente a una confitería importante y entramos; el
encargado la vio trastabillar al trepar el peldaño de la entrada y con una
expresión tediosa, vino a recibirla. Hablando alto para superar la música que
una centena de bailarines disfrutaban en la doméstica pista del pub, le dijo
que su hermano estaba recorriendo sus otros negocios y, sin mejorar la
expresión, le preguntó qué necesitaba. Millie me presentó como su abogado, yo
le tendí mi mano y él, haciendo un meritorio esfuerzo por sonreir, me dijo:
-Cómo le va Doctor –y volvió a ella dejando caer sus facciones en la misma
tediosa mueca anterior, que evidenciaba lo repetido de esa situación. Millie
respondió: -Lo de siempre de las noches de fin de semana –y el hombre regresó a
su lugar detrás de la caja y la abría al tiempo que nosotros dos nos
acercábamos.
Tomó unos billetes grandes y se los tendió a Millie:
-Allá arriba tenés un sillón desocupado y ya te mando el champagne.
La sostuve mientras subíamos la estrecha escalera –era necesario- y al
sentarnos ya venía la camarera con botella y copas, y reanudamos. Yo no deseaba
que eso se convirtiera en una noche de borrachos, pero ya no era mucho lo que
podía hacer para evitarlo, salvo irme. Tuve que optar por dejar las cosas en
manos de la suerte –o de la sed de Millie- y apelar a mi voluntad para beber lo
menos posible, que era muy difícil porque estaba de juerga y porque el
champagne era del bueno. Había perdido mi entrenamiento pero no mi tolerancia
al alcohol, por lo que cuando se acabó y ella me mandó a pedir otra botella,
tuve la lucidez para tomarla de un brazo y alzándola conmigo, decirle: -Vamos a
mi casa.
-¿Dónde es tu casa?
-En Villa Martelli.
-Tengo hambre –sacó ella de la galera.
Miré el reloj y vi las cuatro y media.
-Bueno, comé algo y vamos.
-No, yo como en el Centro, en la calle Venezuela... –se interrumpió al
perder el hilo.
-Millie, no vamos a ir ahora al Centro y después volver para mi casa, es
de locos. Tengo comida allá, podemos arreglarnos bien.
No supe si me había oído, pero se dejó acarrear por mí hasta la puerta y
tomamos un taxi. Indiqué Villa Martelli y el auto partió. Unos instantes luego,
ella pareció reaccionar –o despertar- y clamó:
-¡Qué tengo que ir a hacer yo a Villa Martelli... Quiero ir a comer a
Venezuela! Chofer, a la calle Venezuela.
Yo la miraba, pero no se me ocurría decir nada porque Millie no estaba
para escuchar nada. El taxista sí, y le dije que parase. Lo hizo y me miró
sonriente por el espejo; le guiñé un ojo, abrí la puerta y cuando tuve ambos
pies en el piso, le dije:
-Por favor, a la calle Venezuela. -Y cerré.
En esta etapa de la vida, un defecto, una carencia y alguna enfermedad
pueden invertirse en un atractivo más. Sucede que ya hemos conocido nuestras
propias falencias, hemos aprendido a tolerar las ajenas y hemos desarrollado
vocación de asistencia al prójimo, todas cosas cuya práctica además nos resulta
gratificante. Y es asimismo un fuerte factor de relación este apoyo
incondicional a falencias del otro. Empero, lo de Millie desbordaba toda
posibilidad porque esa no había sido la borrachera de una noche alocada: tenía
suficientes evidencias en su físico de tener alocadas la mayor parte de las
noches.
Al otro fin de semana volví al “Reducto de Etel” –así se llamaba el
lugar- y entré junto a dos damas mayores a mí y que venían juntas; cambiamos
saludos y recorrimos el camino hacia la sala, yo bajo la persistente mirada de
una de ellas. No me conmovió porque era demasiado grande para mí y, vale la
aclaración, no era ya la espectacular mujer que una vez fuera. Pero debía ser
que yo sí la conmovía, porque no me quitaba los ojos y cuando lo hacía, era
apenas para hacerle algún comentario a su amiga. No pasó mucho tiempo antes de
que ésta, la amiga, viniera a sentarse a mi lado y, sin mayores preámbulos,
iniciara la conversación:
-Mi amiga está muy interesada en vos.
Estaba allá de pie frente a mí, y decidí mirarla bien. Su altura era
acorde la mía y su cuerpo fornido no había perdido las curvas ni la cintura.
Vestía un traje elegante y nada barato que lucía con una postura que denunciaba
una antigua alcurnia. Tenía el pelo casi corto teñido de un castaño que no
desentonaba con el trigueño de su piel en un semblante que seguía siendo bello
y que no era nacional y sí podía ser limítrofe.
-Sí –dije.
-¿Hablarías con ella?
-No creo que tenga sentido –opiné.
Guardó unos segundos de silencio en tanto miraba a la otra. Recibió una
seña casi imperceptible y me dijo:
-Elpidia es ecuatoriana, es culta, tiene 55 años y es muy linda...
-Puedo verlo –aclaré.
-Era dueña de empresas en su país pero hace unos años su esposo falleció
y ella no pudo llevarlas adelante y casi las pierde.
-Ajá –dije, y hubo otro silencio, de parte de ella, porque ya había
empezado la música.
-Entonces vendió todo y se quedó con un dinero, no es mucho, digamos una
pequeña fortuna, y vive de eso, y viaja un poco.
-Y ahora viajó acá –adiviné.
-Sí, está en mi casa, somos amigas de hace muchos años –terminaba,
haciéndole a Elpidia una seña para que se acercara.
Es sorprendente lo rápido que puede pensar uno cuando de determinados
temas se trata. Antes de que Elpidia terminara el segundo paso, yo ya había
imaginado qué tipo de relación podía llegar a tener con ella sin haber podido
apartarme de la visión de una falsa pareja. Y ya que ella salía a arriesgarse,
también podría yo encarar un vínculo de ventaja, viajar, conocer, hacer cosas
con plata ajena que al paso que iba, difícilmente alguna vez pudiere hacer con
la mía. Elpidia daba la impresión de ser mansa, fácil para abandonarla llegado
el momento del hartazgo, pero existían dos inconvenientes y ambos pasaron por
mi mente: Ni iba a dejar a mis hijas que tenían 15 y 9 años y me necesitaban
como padre, para ponerme a viajar por el Continente como playboy o longplay del
subdesarrollo, ni iba a deponer mi principio de independencia que tanta pobreza
me habían costado, para convertirme de pronto en un vividor. No estaba ni tan
viejo ni tan vencido.
Antes de que Elpidia estuviese con nosotros, alcancé a decirle a su
amiga:
-No me interesa.
La ecuatoriana se sentó y su amiga nos dejó solos para ira a buscar
bebidas; entre su insidiosa mirada y la mía esquiva, sostuvimos una breve
charla de frases sueltas hasta que volvió la gerenta de RRPP y nos pusimos a
degustar vino blanco. Elpidia era efectivamente una dama culta, educada y atinada
y si hubiese tenido varios años menos, quizás mi resolución hubiese sido otra.
Ahora y terminada la copa, no había nada más que hablar ni que hacer; me puse
de pie y sacudiéndome las feromonas de las solapas, me despedí y fui a servirme
algo de comer.
Elpidia y amiga se fueron al poco rato y yo me senté a estudiar un poco
el panorama. No había tantos concurrentes como la vez anterior y quizás el
plantel femenino no fuese de la misma calidad, pero tampoco todos los días son
domingos. Por lo que se apreciaba, no había mucha liga, por no decir ninguna;
de mi parte no iba a haber, puesto que ninguna de las ninfas presentes iba a
movilizarme a nada.
En un momento y para animar el ambiente, Etel convocó a un juego para el
cual tenía que dividir en dos grupos y ¿qué se le pudo ocurrir a la socióloga?
Dijo los que son profesionales de este lado y los otros de este otro. Yo no iba
a decir nada, pero ya empezaba a cansarme de sentirme constantemente
discriminado por no tener un título nobiliario, perdón, universitario y encaré
hacia el lado de los profesionales; pero cuando estaba por entreverarme,
descubrí que cada uno se estaba presentando con todos los demás usando su
especialidad, en vez de decir su nombre decía abogado o farmacéutico. Esto me
hizo detenerme en el medio y mirar para el lado opuesto, pero los infelices,
esos que no-quisieron-estudiar-y-hoy-deben-vivir-como-perdedores estaban tan
diezmados y desorientados como en su misma vida de fracasados y rechacé, como
cualquier persona coherente, mezclarme con ellos.
Cuando estaba regresando al otro lado y pensando si diría licenciado –por
la licencia de taxi- o penalista –por haber estado en la policía- me alarmé y
observé si estaban exhibiendo credenciales, que no hubiese sido exagerado
porque cualquier impostor arruinaría el brillo de un grupo tan selecto. En eso,
saltó una flaca de pelo corto que yo sabía que era médica porque había
conversado antes y armó un miniescandalete tildando a Etel de discriminadora;
ser discriminador no era políticamente incorrecto sino incorrectísimo, y eso
hizo que los profesionales, ávidos de toda la corrección política posible,
disolvieran de inmediato la asonada y enrollando nuevamente sus diplomas, se
los metiesen raudamente en el bolsillo y volviesen a mezclarse en silencio con
el populacho.
Etel no lo dejó ahí y gritó –estaba lejos- a la flaca:
-¿Vos sos profesional?
-Sí –gritó también.
-Entonces el problema lo tenés vos, porque ser profesional no es ser más
que nadie y no creo que nadie aquí haya sentido eso.
-Bah –replicó la médica- de todas formas es discriminatorio.
-No, la discriminación la hacés vos –insitió Etel, y ahí terminó el
asunto.
Me quedé hasta el final y vi salir a cada uno como había entrado, es
decir, tan solos como yo. No con frecuencia semanal pero seguí yendo al lugar
porque valía la pena como reducto, para comprobar que esto de entrar y salir
así seguía siendo la regla en el ámbito de SyS, no sin las excepciones de
rigor, porque como yo había salido la primera vez con Millie otros y otras
también lo hacían y acaso con más suerte de la que yo había tenido entonces.
...
18. LA EMANCIPACIÓN
Apenas se me diluían los vapores etílicos de la bienvenida a 2004, y ya
estaba buscando un lugar para comprar una tarjeta de tiempo y hacer mi rentrée,
acaso triunfal, a la línea telefónica de encuentros nombrada como el año del
milenio. Lo hacía nada más que para compensar de algún modo un vacío de
expectativas que se me había producido últimamente.
El largo tiempo que ella dejara pasar estéril fue haciendo que se
debilitase la seducción que Aurora ejercía en mí y a esta altura, a pesar de
que ahora ella parecía querer movilizarse, ya mi interés era nulo.
Por otro lado, hacía bastante tiempo, meses, que me acicateaba un deseo
difuso por una mujer de mi edad que veía periódicamente y con la que estaba
extrañamente indeciso. Era una dama que me cautivaba, pero no siempre; mi deseo
fluctuaba de máximo a nulo en una manera incomprensible y mis esfuerzos por
decidir algo no llegaban a ningún puerto. Esa ciclotimia me hacía dudar, en el
sentido de qué valor tendría una decisión a favor si luego sobrevendría la fase
negativa y quedaría quizás desvirtuada. Y así iba pasando el tiempo sin que yo
pudiese progresar y, hay que decirlo, sin que ella me ayudase demasiado. Una
cosa que me interfería sí logré reconocerla: una mujer debe, aunque no sea más
que de tanto en tanto, mostrar sus piernas; si es apegada al pantalón y alguien
se siente atraído por ella, sospechará que sus piernas no son presentables; y
si el tiempo pasa y nunca la ve en pollera, lo dará por sentado.
Y Serena continuaba habitando la nebulosa de mi resignación a aguardar
indefinidamente que se produjese el resquicio de oportunidad que yo creía estar
labrando con mi constante hazaña de mirarla.
En la línea encontré una sustancial mejora en cantidad de postulantes y
también en su calidad: la cosa se había dinamizado y tenía mucha vida, dándome
una mejor posibilidad de manejarme por teléfono y reservar el encuentro para
los casos que apareciesen realmente promisorios. Lo que no mejoró fue el número
de chantas de diversa calaña, que opté por rotular como spam para encontrar una
forma de soportarlos
Un ejemplo fue una a la que le dejé mensaje y me llamó a las doce de la
noche, cuando yo acababa de dormirme, de lo que se dio perfecta cuenta. Pidió
unas ligeras disculpas y continuó con su cometido, que era averiguar mi
situación económica; yo lo noté y trataba de retaceársela, pero en un momento
resolví concretar para que me dejase dormir. No necesitó más que enterarse que
era un empleado en funciones de chofer para cortar sin más palabras.
Cuando me sucedían cosas así, me quedaba un rato pensando en mentir mis
labores, puesto que mi presencia, mi vestimenta, mi auto y mi cash flow daban
para decir mucho más. Pero siempre llegaba a que, en principio, me cuesta ser
otro chanta; y cómo lo arreglaría luego si llegase a hacérselo a la que sería
mi futura pareja. A veces tras los golpes, uno se siente tentado de cambiar
algunas cosas, pero no deja de significar cambiar la forma de vivir que uno ha
elegido y cimentado, nada menos que para adaptarla a la forma de vivir de algún
bastardo.
Otra, que se dijo abogada, me llamó desde un teléfono de tierra que
seguramente sería público, y me tuvo un buen rato en mi celular averiguando mis
cosas como si se tratase de un informe; luego dijo aprobarme y que la llamase
al día siguiente a su celular. Lo hice varias veces, puesto que la primera
atendió y después cortó y en las otras, como yo no dejaba de insistir,
contestaba alejando el teléfono de su cara y fingiendo que no oía. Es comprensible
que en un terreno como ese en el cual nadie se conoce y difícilmente alguna vez
lo haga, se den vilezas en las relaciones primarias que se van produciendo;
pero eso no obsta para emplear reglas básicas de respeto por el otro, lo cual
no debe ser muy complejo, dado que la mayoría lo hace.
Otra más, también tras pedir mi currículum completo, me citó en una
elegante confitería de la avenida Santa Fe, obligándome a la epopeya de
estacionar por ahí, y me interceptó en la esquina antes de que yo entrase. Por
su tono concheto y sus ropas sencillas, viviría a unos metros y haría
producción en serie citando y atajando al infeliz para sostener ahí en la
vereda una charla de cinco minutos que servía objetivamente a sus fines.
Una profesora de Geografía, al terminar de oír mi informe patrimonial,
protestó:
-¡Pero yo estoy buscando a un hombre que haya hecho algo con su vida!
Comprendí que debía pedirle perdón por haberme atrevido a molestarla sin
haber hecho antes algo con mi vida, pero en ese momento no pude articular
palabra, lo que la hizo retomar su filípica:
-¡No estoy para pérdidas de tiempo ni para estupideces, yo estoy tratando
de formar una pareja en serio! –finalizó y tengo que agradecerle que me haya
permitido saludar antes de cortarme la comunicación.
En otro medio, el diario, tuve en esos días un doble alborozo: la
certificación pública de que mi malestar no me pertenecía en exclusividad, y el
que esto les fuese arrojado al rostro, también de forma masiva. Uno de los
avisos del rubro 60 decía: “Sr. 50 años busca dama culta (si es profesional,
petulante, arrogante o ambiciosa, NO) y agregaba un teléfono al que no sé si
alguna habrá llamado, pero yo sí. Y no pude comunicarme, pero dejé el mensaje
de salutación más efusivo de mi vida.
Oyendo un programa de radio, doy con una entrevista a una socióloga que
había regenteado un negocio de vínculos y, cansada de ser saboteada por las
imposturas, lo había cerrado. Explicaba que su método era el de celebrar
entrevistas personales para llenar la ficha que daría lugar a la selección y
que había sido insuperable el problema de que las mujeres decían una cosa en la
entrevista y hacían otra distinta en las citas. Por regla general, en la
oficina manifestaban buscar un hombre con valores humanos y afectivos sin
importar demasiado lo financiero; pero tras los reiterados fracasos de las
citas que ella generaba y hablando luego con los hombres involucrados,
resultaba que durante el café exigían valores inmobiliarios y bancarios sin
importar demasiado lo humano.
Añadía la socióloga que sus indagaciones la llevaron a identificar
algunas causas, como la vergüenza de ir a presentar a un contexto familiar y
social determinado –digamos arribista- a un fulano de menor posición, amén de
que no todas las personas están dispuestas a compartir lo que tienen. O como la
existencia de hijos menores de parejas anteriores del candidato, que lleva al
cálculo de cuánto gana, cuánto tiene que pasar a los hijos y cuántos mensajes
de amor de curso legal le quedan para mí.
Bien, esto resume la emancipación: no dependen de un hombre pero no
pueden sin un hombre. Son las mismas dependientes de siempre, con la diferencia
de que ahora pueden mentirse que dejaron de serlo. ¿Cuántas son las que
consiguieron su puesto de trabajo merced a un hombre? ¿O cuántas las que han
forzado a sus hombres allegados a conseguírselos? Y ganan su propio dinero,
pero pretenden también el del hombre. Es como decir sigo comiendo de una mano,
pero ahora puedo morderla.
De cualquier modo, esto no se puede cambiar, es ley de la vida, ¿o para
qué queremos hacer dinero los hombres? La mujer es el destinatario natural del
dinero del hombre, a quien hoy sigue ubicando como proveedor, pero sin el
beneficio de la tolerancia al fracaso que usufructuaba antes: si fallaba, ella
se lo tenía que aguantar; ahora si no provee es fácilmente desechado o
sustituido y se quedará solo hasta que pueda proveer de nuevo, momento en que
podrá conseguir a otra y a pesar de que ésta se autoabastezca, volverá a ser
colocado y exigido como proveedor.
Por fortuna, no todas las mujeres participan de esto, pero la corriente
tiene influencia suficiente para arrastrar a demasiadas, que se están dejando
alienar por un cambio cultural que se parece mucho a una moda. Ellas creen que
han descubierto un nuevo estilo de vida y lo que descubrieron es un nuevo
estilo de una autodestrucción que las trasciende, porque destruye también al
varón que pueda quererlas y a las experiencias afectiva y familiar de sus
hijos. Llegan a competir económicamente dentro de la pareja, desconociendo el
proyecto común, el esfuerzo juntos, los logros compartidos. Las más deliradas
habitan un matriarcalismo y la religión catódica lo facilita creando el mundo
ficcional acorde, donde da la impresión que estar embarazada fuese una proeza digna
del homenaje olímpico y que hacer una mueca bobalicona fuese el mayor producto
de la inteligencia femenina.
El fenómeno constituye otro de los tantos abusos del devenir histórico:
se produce un giro mediante el cual una facción alcanza la cresta de la ola y
de pronto se halla con poder, discrecionalidad y autorreferencialidad: pueden
hacer lo que quieren y todo lo que quieran estará bien. Desde una improvisada
soberbia abusan del resto, avasallando y arrebatando espacios ajenos. Las más
parcas lo hicieron recortando su solidaridad, las más radicalizadas dando
rienda suelta a una furia revanchista. Empero, todas las desmesuras traen
consecuencias, personales y asimismo ambientales: ¿Cuántos de los puestos de
trabajo ocupados por una mujer en los noventa han sido un puesto perdido por un
hombre? O planteado de otra manera, ¿cuántas mujeres que empezaron a trabajar
para gastar en suntuarios, equivalieron a otra mujer que no tuvo para gastar en
sus hijos, porque su hombre perdió el trabajo? Y de las que puedan razonar y
quitarse las anteojeras cuando hayan bajado de la ola ¿cuántas lo lamentarán al
comprobar mayor lo perdido que lo ganado?
Porque esto no es más que una ola y está destinado a agotarse. La
Historia también comete sus exabruptos, pero se da cuenta y los remedia. Por
ahora disfrútenlo y padezcámoslo de la mejor manera posible, sin olvidarnos que
como todas las cosas, tiene su pro y su contra. La contra es que hemos perdido
gran cantidad de amas de casa que trabajaban en su hogar y que ahora lo hacen
afuera, lo que no sería tan grave porque fueron reemplazadas por mujeres
venidas de las clases donde los hombres ya no tienen trabajo.
Y lo bueno es que no quedó ni una que se niegue al sexo oral –antes había
muchas- y apenas quedaron unas pocas que no sepan hacerlo de maravillas.
21. LA ETÉREA
Muy adelantado ya 2004, averigüé que Serena tenía casi 32 años. Yo tenía
casi 50 y si veinte años no es nada, dieciocho es aún menos.
Y estando yo en Templar tan ocupado mirándola como siempre que ella
entraba, pasó a mi lado y me miró a los ojos. Sí, dije bien: me miró fijo a los
ojos, como pidiéndome permiso para pasar o como para saludarme, nunca supe bien
para qué. Me sentí turbado de todas las maneras posibles, porque eso duraría un
segundo o a lo sumo dos, y no tenía la menor idea de qué hacer. Yo seguía
paralizado cuando ella, cansada de no obtener respuesta, volvió a mirar
adelante y siguió su camino.
Bueno, esto merecía una reacción porque, me resultara fácil o no creerlo,
la puerta podía estar abriéndose para ir a jugar. Le primera estrategia fue
intensificar mi presencia en el teatro de operaciones y dio resultado, porque a
los pocos días se repitió la escena. El problema fue el mismo que la vez anterior:
yo no llegaba a saber si estaba pidiendo permiso o saludando y Serena tenía una
expresividad facial que no ayudaba para nada, es más, intimidaba. Como no podía
darme el lujo de cometer un error, opté por hacerme el tonto por segunda vez y
me dispuse a esperar la tercera, que suele ser la vencida.
Y en la vencida vencí nomás: no bien la vi la seguí, vi que iba al auto,
me ubiqué de modo que tuviese que cruzarme cuando partiese y al pasar a mi lado
me miró y me dedicó una sonrisa. Pero fue una sonrisa hecha especialmente para
mí, porque me había visto y tuvo tiempo para prepararla, y una sonrisa con una
mirada cómplice, una mirada de vamos a hacernos un lugar para nosotros dos.
Gol.
Después de dos días que duraron cien horas, volví y monté guardia cerca
de su Honda y acerté de nuevo, ella vino, subió y salió justo cuando yo
caminaba casualmente delante de su auto, y esta vez se sorprendió al
verme. Y la reacción fue de agrado, como un reflejo le brotó, no hizo sino que
le brotó la mejor, pero la mejor de sus sonrisas. Le respondí agitando la mano
y con una sonrisa equivalente y cuando aun la veía alejarse, ya estaba pensando
muy deprisa qué estaba realmente sucediendo. Necesitaba clarificarme todo esto
porque tenía que adoptar un curso de acción.
Por supuesto extremé la actividad de los encuentros casuales y en cada
uno establecía algún tipo de contacto que siempre era bien respondido con
sonrisas y muecas de simpatía. No obstante, no me sentía tan seguro: no podía
abordarla ahí ni en Templar, frente a los empleados y conocidos; nunca podría
tenerla sola, aislada; tampoco podía provocar un encuentro, a menos que la
siguiese con el auto. Y no podía hacerme la certeza de sus intenciones a mi
favor: bien podía tratarse de una relación puramente laboral en la que ella,
tras ver mi insistencia de más de un año, por fin decidió dejar de negarme el
saludo y así poner fin a mi impiadosa tarea de provocarlo. En suma, era una
situación difícil. No era de esas en que lo único que queda por hacer es atacar
a ver qué pasa; acá no había tolerancia, cualquier error podía significar el
acabose.
Entre una cosa y la otra había pasado casi un mes y si el asunto era en
serio, yo no podía seguir dilatándolo. Tomé la decisión de atacar a cualquier
precio. Y la única manera era ahí mismo, a la primera ocasión y que viese quien
viese, salga pato o gallareta.
Así un día de esos, estando sentado en mi lugar habitual de Templar,
entró ella, compró cigarrillos y salió. Salté y la abordé cuando pisaba la
acera; tuve que llamarla –por su nombre- porque tiene un paso muy rápido y
hubiese tenido que brincar; se detuvo sobre el cordón y su expresión no era la
más despreocupada. Llegué a su lado y me miró:
-Hola, quiero presentarme... –su mirada, que de cerca era más hermosa que
lo imaginable, se tensó un poco más- Me llamo Damián y me gustaría darte mi
teléfono.
Interpuso su mano entre nosotros y exclamó:
-No –fue por lo bajo, pero no dejó de ser una exclamación-. No es así, no
se confundan.
-Te pido disculpas...
Creo haber disimulado bien la incomodidad; ella siguió en tono
comprensivo:
-No, lo tomo como un halago, está todo bien. No hay problema. Los saludo
porque son clientes y están acá, soy muy simpática y se puede interpretar mal.
Se la notaba segura de lo que decía, pero no de sí misma. No era la
persona sólida y determinada que parecía o demostraba ser. De cualquier modo me
di por convencido y pasé a la salida elegante, o lo más elegante posible,
porque no me sentía del todo compuesto y porque nos estaban mirando y yo era el
causante del eventual bochorno.
-Te pido disculpas –repetí- estaba seguro y te digo más, hasta me sentí
algo obligado.
-No, no es así. Te repito, soy muy simpática y se malinterpreta.
-Chau y una cosa... -Me puso atención- Te pido que no dejes de saludarme.
Sonrió, ya confiada, y se alejó. Volví a entrar y a ocupar mi sitio,
necesitaba una silla. Alguien se me aproximó para preguntarme, no sin antes
felicitarme y ponderar mi coraje. Otro vino y me contó una historia:
-La conozco desde que empezó en Cassandra y tengo trato con el dueño. Es
buena chica, algo tímida, y prefiere estar sola
Yo lo miraba con interés, como para que siguiera.
-Hace como cuatro años que trabaja acá y todos allá adentro saben que
anda sola; dicen que no quiere saber nada con nadie. Tenés que manejarlo con
mucho tacto.
-No creo que tenga mucho por manejar –respondí con resignación- ya me dio
el no.
Nadie más se arrimó, es decir que nadie más había visto. A estos dos pedí
reserva y me fui a continuar mi vida.
En cierto sentido me quedé tranquilo, como cuando uno resuelve algo
pendiente y se lo saca de encima. Pero como a la semana yo estaba entrando a mi
coche y ella llegó caminando y pasó a mi lado. El saludo que me dirigió fue el
más radiante y sonriente que jamás haya hecho. En su vida no pudo haber hecho
otro igual. Era como si hubiese decidido que tanta soledad le hacía mal.
No era tan simple para mí ubicarme en el tema. Por un lado, se sabe que
ante un abordaje, no todas las féminas reaccionan con justeza o dicen lo que
realmente quieren; Joaquín Sabina por ejemplo, está harto de las mujeres que
cuando están diciendo que sí, dicen que no. Esta era una chica tímida y por lo
que parecía, susceptibilizada; podría haber recapacitado en los días
posteriores y haberse sentido proclive. Como contrapartida, ella me había
dejado en claro que saludaba porque éramos clientes y porque era muy simpática;
y no tenía que olvidarme que le había pedido que no me retirara el saludo. Sin
embargo, clientes éramos muchos y una encuesta entre todos iba a dar que no
saludaba y que si era simpática lo ocultaba muy bien.
Elegí posicionarme de manera positiva, porque concluía que Serena me
estaba dando elementos débiles pero suficientes para ello y porque no iba a
dejar caer esto hasta estar absolutamente persuadido de que no anduviese.
Sucedía que luego de tan extenuante exploración, al fin aparecía una mujer que
me movilizara, que me produjera cosas, que hiciera estallar mi interno. Esas
eran las cosas que me estaban pasando con Serena: no estaba enamorado ni
enamorándome, pero sabía que lo haría con mucha facilidad de darme ella cabida.
Y esto justificaba una estrategia a largo plazo; se me ocurría que si algo iba
a pasar, iba a ser lentamente e iba a demandar mucho aplomo de mi parte.
También podía ser todo lo contrario, que hubiese debido avanzar luego del
primer saludo: pero un avance apresurado puede significar el fracaso
irremisible, en tanto que uno pausado, preserva las posibilidades. Decidí
apostar a la segunda opción.
De cualquier modo, estábamos sobre fin de año y en enero ambas empresas,
la suya y la mía, estarían casi en receso; sabía que ella saldría de vacaciones
y que yo bajaría mucho la frecuencia de
visitas hasta marzo. Me dispuse a la triste espera y también salí de
vacaciones.
Mi corazón todavía no, pero mi atención pertenecía a Serena. A mediados
de febrero fui a llevar unos diseños y almorcé en Templar; desde allá lejos a
través del ventanal, mi visión lateral captó el contorno de la cabellera corta
y renegrida que envolvía el cráneo de redondez perfecta. Miré de frente y fui
feliz al ver nuevamente los labios gruesos y entreabiertos y los ojazos negros
y chispeantes ocluyendo a la ñata indefensa; los senos, de un oscuro cobrizo a
expensas del sol de la playa, saltando en el escote al apurar el tranco para
cruzar la avenida. También más oscuras y cobrizas, las piernas empujaban
agresivas la minifalda tableada; la hacían flamear al ritmo del paso apresurado
que ya amenguaba porque estaba llegando a esta vereda y la tuve ante mí en todo
su esplendor de diosa, siempre más magnífica que la vez anterior. Salvo los de
algún eunuco que pudiera estar ahí, no había un par de ojos en el salón que no
estuviera enfocándola y ella, advertida, acostumbrada, hacía su regreso con
gloria enmarcándose en el arco triunfal de la puerta y mirando por encima de
todas las miradas, olímpicamente ignoradas como era de norma, como cada uno
sabía que sería.
...